Su Novela



Toas es una novela escrita por Elvira Rodríguez y no publicada hasta ahora, cuando la ponemos a disposición de nuestros lectores:
TOAS
Elvira Rodríguez Araujo
Novela
Introducción
En la jurisdicción de Mara, a orillas del cálido lago sombreado por verdes palmeras y cujíes, hay un romántico bello caserío denominado La Rosita del Moján. Su escuelita federal, allá por los años treinta, era su única obra social en ese entonces.
La vida en La Rosita transcurría tranquila: nada, fuera de uno u otro acontecimiento sin importancia, rompía su monotonía habitual. Tenía sus diversiones propias: en marzo, cuando los fuertes vientos traían las algas y el agua del mar, los peces acostumbrados al agua dulce del lago, aletargados por la sal, como si estuvieran bajos los efectos de una borrachera, eran arrastrados por las ondas hasta la orilla y a lo largo de la playa, sus blancos vientres bajo la luz del sol, simulaban un permanente “flash”. Los hombres más pobres, pues casi todos eran pobres, recogían estos peces para aprovechar sus “buches” y los chiquillos, indiferentes y fornidos, alegres y tostados por el viento y el sol, buceaban en el agua las extrañas plantas marinas, que la continua corriente traía de las cercanas riberas. Dos o tres veces por semana llegaban de los distintos puertos del Estado, las embarcaciones del lugar. Unas eran grandes, con motor, otras, la mayoría, chicas canoas que se hundían hasta la borda con el peso de su carga, producto de las ventas de yuca y patilla, símbolo y flor de La Rosita; en las hermosas noches de junio, las canoas rasgaban la serenidad del lago, mientras los róbalos al pom, pom de la palanca, cual danzarinas de plata, bailaban su última ronda.
Los habitantes de La Rosita eran hombres fornidos y altos; sus mujeres, la mayoría, sanas y fuertes. Casi todos eran descendientes de isleños que dedicados a la explotación de la piedra caliza y a la pesca, encontraron en la orilla de sus playas, espacio y facilidades para el oficio. Podría decirse que los grandes hornos para quemar piedra, ruinosos y abandonados, en la orilla y cerros de la playa eran la huella ancestral de aquellos hombres de Isla de Toas.
La escuelita rural estaba situada  en un pintoresco lugar. Era una linda y humilde casita de mampostería y techos de zinc. Se componía de una sala grande, un cuarto pequeño, una enramada de palmas y una espaciosa cocina, también de palmas y como para que fuera más hermosa, a cada lado de la misma, en las colmenas, zumbaban su canción de miel las doradas abejas.
La escuelita era regentada por una maestra, se llamaba María Cruz…
Capítulo I
Por el viejo portón que cerraba la entrada al huerto de la escuela, entraron varios señores. Todos eran hombres cuarentones. Uno alto y gordo, dos de mediana estatura, uno flaco y alto y otro bastante pequeño, en cuya calva cabeza relumbraban los reflejos del sol. La llegada de estos personajes causó gran revuelo en la escuela.
-Maestra, maestra, allí vienen unos hombres.
Y Juancito, el más pequeño de los chicos, que entre letra y letra jugaba a las métricas, llegó con la noticia.
-No maestra, me parece que son policías… traen una cara muy tiesa.
Agregó Pompilio, el más inquieto de la clase, quien parado en la mitad de la enramada, señalaba hacia el portón. Neón, el fiel perro de la escuela, salió a olfatear, mientras el resto de los niños se levantaban de las banquetas.
Entre tanto movimiento, María Cruz se quedo sentada. Sus largos cabellos húmedos aún por el baño matinal, secábanse en la brisa. La inesperada visita la llenaba de inquietudes sospechas. En los ocho años que llevaba de maestra en La Rosita, era la primera vez que llegaban personajes extraños. Quienes serían? En su mente, acostumbrada a la apacibilidad, aparecieron angustiosos pensamientos. Sería el Inspector de Escuelas? A su memoria vino el recuerdo de todos los años que llevaba sirviendo al Magisterio. Recordó aquel día, muy lejano, cuando de apenas dieciocho años, recibió su primer nombramiento que la confinaba al otro lado de la costa. Ella era entonces una linda mujer, delgada y esbelta. Su cuerpo necesito pocas veces del corset. Sus hermosos cabellos de un brillante color oscuro, eran marco armonioso a su rostro sereno y gracioso en el cual, bajo las cejas perfectas y pobladas, los ojos almendrados color miel, hacían contraste en el nácar de su piel. Recordó igualmente sus andanzas de maestra: tres años aquí, cinco más allá y entre ellos sus más grandes acontecimientos, su matrimonio, la muerte de su padre y su hija, lo único que tenia… Con satisfacción miro hacia el rincón donde su pequeña María Luz guardaba sus juguetes: trozos de madera hacían de muñecos, un rosado ladrillo de bebé, una escoba vieja de caballo… y más allá, afuera, en el huerto, los árboles todos con nombres: gigante número uno, gigante número dos… porque también eran personajes en el fantástico mundo de María Luz…
Tras la algarabía de los chiquillos llegaron los visitantes. Los niños ocuparon nuevamente sus puestos y ansiosos esperaron el desarrollo de los acontecimientos. Al quitarse los hombres el sombrero, una suave fragancia de agua colonia invadió el salón.
-Uf, huele a naranja,
Dijo uno.
-A limones:
Agregó otro.
Una severa mirada de la maestra puso seriedad en sus rostros. En la playa peinaba la brisa las minúsculas montañas de arena. En el cocotero más alto, un pájaro carpintero con la rítmica canción de su tic, tac, ponía  la nota armoniosa en el sopor estival y como un remedo, el lago golpeaba su incesante vaivén  en las doradas escolleras de piedra.
-Buenos días maestra.
Dijo el más gordo y alto del grupo.
-Buenos días señores.
Los otros inclinaron levemente la cabeza. Nerón, el perro de la escuela, olfateo con su húmeda nariz  las piernas de los visitantes y descortésmente comenzó a ladrarles.
-So perro:
Carmencita, la dulce niña de largas trenzas y negros ojos, echo afuera el perro.
Carmen y María Luz eran amigas desde muy tierna edad y aunque sus hogares quedaban distantes el uno del otro, siempre jugaban juntas. Eran diferentes en todo, a pesar del cariño que las unía. Carmen era pulida, meticulosa. Sus cabellos cuidadosamente peinados caían sobre sus hombros en dos hermosas crinejas. María Luz en cambio, no se preocupaba por su apariencia. Pelada como varón, andaba siempre con el cabello revuelto. Tenía la nariz llena de pecas y el resto del cuerpo, curtido por el sol y el viento.
-Señora –dijo el que parecía ser más importante-  venimos de la capital y por encargo del Ministerio de Educación, visitamos los caseríos donde funcionan planteles escolares, con el propósito de hacer una buena reorganización.
María Cruz escucho atentamente, lo que le dio oportunidad para reponerse de su nerviosidad. Con voz clara y pausada contesto:
-Pues sí señor, me complace recibirlos si vienen en nombre del Ministro. Siéntense caballeros y ustedes niños, váyanse a tomar fresco bajo la Lara.
Los hombres se sentaron en la banqueta y mientras uno de ellos, que parecía ser el director del grupo, selecciona papeles en su portafolio. María Cruz comenzó la conversación.
-Bien señores, como ustedes ven, la primera necesidad que tenemos es de un buen local, este –e invito a los señores para que la siguieran- carece de los más elementales servicios.
Salieron del saloncito hacia la enramada de palmas. Ella continuó hablando.
-En las mañanas para que los niños aprovechen el aire puro que viene del monte, les doy clases aquí, pero a veces tenemos que interrumpirlas debido a la lluvia, para irnos a nuestro único salón. Como ven –dijo extendiendo los brazos y señalando ambos lados del huerto- no existen sanitarios. Los niños se ven obligados a hacer sus necesidades bajo las maticas y en los recodos que forman los cerros de la playa.
-Continúe señora…, continúe.
Dijo uno de los hombres mientras limpiaba el cristal de sus anteojos. Y mientras María Cruz iba exponiendo las necesidades de la escuelita, los chicos agrupados en la angosta puerta que daba hacia la enramada, sonreían con malicia y decían tonterías par hacerse graciosos ante los visitantes.
El sol del medio día, el viento como un látigo, castigaba las greñudas copas de los árboles y el suave arrullo de las palomas torcazas, ponía su nota de temprana melancolía. Los hombres se habían sentado a la sombra de la pequeña casa, haciendo hilera en la banqueta. Hablaban entre sí y una y otra vez volvían el rostro hacia los cerros y la playa, como si en sus almas comenzara a colarse aquella permanente soledad de sal y agua. María Cruz en varias tacitas les sirvió café recién hervido y en el centro del blanco platoncito, unas cuantas paledonias olorosas a anís, ponían se gustito de siesta en la boca.
-Es para ustedes señores.
Y distribuyo entre ellos el café y las paledonias. Después de una corta conversación sobre el lugar, sus ventajas y desventajas, saludos y apretones de mano, los señores dijeron adiós a los niños, no sin antes hablarles de lo que haría el Ministro de Educación por ellos.
Al retirarse los visitantes del rancho escolar, María Cruz paso lista entre los niños asistentes y sonó el timbre de la partida.
La brisa vespertina penetraba retozona por la puerta que daba hacia la playa  y sobre los cerros, las velas de una canoa surcando las aguas del lago, simulaban el espectro de algún alma en pena. En la lejanía, la línea azul del horizonte, hizo resta de inquietudes en el ánimo de la maestra y las ondas cantarinas, repitieron en sus oídos, la permanente canción de cuentas y lecciones.
A la grata algarabía infantil sucedió la dulce serenidad del atardecer. Una bandada de buchones cruzó el espacio y las errantes golondrinas huyeron de las sombras. Por las minúsculas ventanas  de las casitas de palma y barro, la noche abrió sus ojos y por detrás del rancho escolar, con sus burros cargados de yuca, pasaban en silencio los pocos campesinos que regresaban de sus faenas agrícolas, allá monte arriba.
La suave brisa que venía del lago, trajo un fresco olor a primavera y el cielo hasta entonces claro, comenzó a llenarse de grises nubarrones y en lo alto de los cerros, a la luz de las primeras estrellas, el viento hacia matemática sumando y restando arenillas en la cima salitrosa. La noche bondadosa cobijó los humildes hogares prodigando sueños de esperanza en las almas conformes… A la noche sucedió el día y de nuevo el mismo vaivén en el lago, el continuo trotar de los burros por el camino real y la constante algarabía de los niños en la escuela… Cuando llegaba la primavera, los caminos coquetamente se llenaban de abrojos florecidos y el barredero y el cau acu, regalaban su fragancia en los cerros, impropios para cualquier vegetación, la lluvia compasiva bordaba sus huequitos. El lago cambiaba su verde color y en el fondo las rayas disimulaban su pardusca presencia bajo el color barroso de las aguas… Después, cuando la tierra se bebía sedienta el agua de las cañadas y jagüeyes, comenzaba de nuevo en La Rosita, la época de siembra y entre cosecha y cosecha, todo marchaba igual, siempre igual.
Capítulo II
Bajo los almendros en flor que bordeaban la orilla del lago, los encajes de espuma dibujaban filigranas en la dorada arena. Desde lejos, las huellas de María Luz corrían tras sus pies inquietos: los largos cabellos desgreñados le caían sobre la frente y un gesto de amargura desencajaba en la juventud de sus facciones. Hacía pocos días había cumplido doce años y para ingresar a un colegio sería enviada a la ciudad de Maracaibo… Tendría que decir adiós a aquel lugar hermoso. Llena de tristeza pensó en sus queridas cosas: Carmencita, su dulce amiga, su fiel perro Nerón, sus árboles con nombres, gigante número uno, gigante número dos… En Maracaibo no estaría Miguel Ángel, su mejor amigo y compañero de clases, sin él ya no tendría panales ni aceitunas… María Luz caminaba por la orilla de la playa con la cabeza inclinada sobre el pecho, atormentada por estas amargas reflexiones. En lo alto de cerro, la silueta de María Cruz, su madre, se volvía lacia con el viento. Desde la orilla María Luz descubrió su presencia. Corrió hacia ella y en su regazo volcó su llanto contenido.
-Madre –murmuró entre sollozos- Por qué debemos irnos? Este lugar es tan lindo. Todas mis cositas deberé dejarlas. Mi perro también. No veré más a mi amiga Carmencita, por qué se te ha ocurrido que debo dejar todo esto?
Profundos sollozos ahogaron su voz.
-Es por tu bien María Luz. Ya tienes edad suficiente para ingresar por lo menos a un tercer grado. Aquí, en mi escuelita unitaria no aprenderías mas allá de la división y la vida no es siempre jugar. Hay que estudiar, progresar. Allá te sentirás muy feliz con una nueva maestra… Otros niños, una linda escuela y… -no pudo continuar. En su garganta se anudaron las palabras. Comprendía lo doloroso que le resultaba a la chica decir adiós a todo aquel mundo de ensueño y felicidad.
-No, no quiero, no quiero. Por qué me obligas a hacer lo que no me hace feliz?
Bruscamente zafose del regazo materno. Sus ojos hasta ese momento tristes, se llenaron de odio y con un mudo reproche de amargura asomándole en las pupilas miró a su madre.
-Eres mala conmigo, no te quiero.
Dándole la espalda a su madre corrió y al llegar frente a la casita escolar, tirose sobre la yerba india y descargo sobre la tierra aún caliente, sus amargos sollozos.
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Por el verde camino bordeado de tapaleches y trepadoras de morados capullos, corría el autobús que conducía a los pasajeros que viajaban del distrito Mara hacia la ciudad capital. Todos conversaban animadamente y al sonreír sus rostros mostraban en las tempranas arrugas, la inclemencia de la vida campesina. María Cruz y su hija se habían sentado en un puesto delantero y la brisa matutina ponía en sus rostros destellos de esperanzas. María Luz, recostada su oscura cabeza sobre el pecho de su madre, miraba con tristeza el largo camino que poco a poco la iba alejando de su mundo. Después de dos horas de camino llegaron a su destino.
Por la mampara de la ventana de la pequeña casita, que daba a la calle, los ojos curiosos de la tía Trina brillaban como lentejuelas… Abrioles la puerta.
-Hija mía, Dios las bendiga a las dos.
Beso a la pequeña en la cabeza.
-Debieron salir muy temprano pues apenas son las siete y ya están aquí. Ya tomaron café?
-Salimos muy temprano tía Trina. No tuvimos tiempo para prepararnos nada, pero no te preocupes, prepararemos un buen desayuno para las tres.
Las dos mujeres arrastraron el canasto de mimbre, rústico equipaje de María Luz y lo acomodaron en un rincón del pequeño cuarto. Seguidamente, en la cálida cocina a la que daba sombra un frondoso almendrón, María Cruz y la vieja Trina comenzaron a preparar un sabroso desayuno. Sobre una pequeña mesa había amontonados unos cuantos melones y patillas, parte del cargamento de mudanza que con anterioridad había despachado María Cruz y la fragancia penetrante de las frutas maduras, ponía olor a campiña.
María Luz, desde su llegada había permanecido en la puerta de la casita, observando los vendedores que pasaban, los autos cargados de pasajeros, los trabajadores que iban a sus oficinas y los escolares que pasaban con sus blancos uniformes, remedaban en ella  el dulce recuerdo de sus compañeros de escuela, con sus vestidos de varios colores ya desteñidos por tantas lavadas y tachonados de taquitos muy bien cosidos. Al verlos, de un golpe cerró la puerta, como si deseara ignorar esta clase de niños que iban a la escuela con sus uniformes limpios y planchaditos, con lindos zapatos y medias blancas hasta la rodilla. Al cerrar la puerta, con un gesto de desprecio miró la chiquilla que al pasar la miraba con marcada insistencia y gozó el recuerdo de sus compañeros de escuela, con sus ropitas angostas y chinelitas guaireñas, pobres pero limpios y olorosos a caimitos y reseda. Fue al comedor y allí encontró sobre el blanco mantelito, tres tazas de espumante café con leche y pan oloroso a anís. La grata fragancia de las frutas tenía invadida la estancia. María Luz aspiro con fuerza y el olor de los melones y patillas, renovó en su alma los recuerdos.
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En el reloj de la Catedral sonaron las nueve de la noche. María Cruz, la vieja Trina y la pequeña María Luz, descansaban en sus lechos. En la calle el vaivén nocturno ponía su nota de desvelo en la ciudad. María Luz en su hamaquita, seguía con sus ojos las ráfagas de luz que se colaban por la ventana, al pasar por la calle en sus vehículos, los impertinentes trasnochadores. Con el oído atento a cualquier ruido, constantemente incorporabase al escuchar cerca de ella pasos que iban y venían por la calle. Los constantes pitazos y sirenas de los vehículos, rompían a cada momento el ritmo de su corazón. No podía conciliar el sueño a pesar de la pesadez que cerraba sus parpados. Con tristeza añoró las quietas noches del campo, cuando el murmullo cantarino de los árboles  y al dulce cri cri de los grillos, ella plácidamente se dormía, allá en su casita de adobes y zinc. Pasó la mano temblorosa por su frente y los cabellos pegados por el sudor, le hicieron más insoportable su desvelo. Las lágrimas brotaron por los ojos soñolientos.
El reloj sonó la una, pero ya no lo escuchó María Luz, que plácidamente dormía, y en sus sueños, descansaba tranquila sobre blando plumón de espuma en los marullos traviesos.
Capítulo III
El dorado reflejo del ocaso, ponía en la tibia arena del camino real sus últimos destellos y entre los arbustos, saltando alegremente, María Luz tremolaba la campana de su falda floreada. Sus pies pequeños y blancos hacían contraste con las rojas chinelas bordadas. El pelo negro y lacio caía en desorden sobre los hombros y a cada lado del rostro, una hermosa cayena le regalaba la grana de su esplendor. El pausado galopar de algún caballo por el camino real, la hizo detener y prestar atención. Atisbó tras los matorrales y descubrió la presencia de un jinete. La cercanía del desconocido le causo cierto temor, no sabía quién era y su corazón palpito apresuradamente. Quiso correr hacia el rancho escolar pero cayó de bruces y sus labios se pegaron en la arena caliente. No tuvo valor para levantarse: El hombre bajo de la montura y con la punta de su bota le rozó levemente el brazo mientras la miraba con agrado y ella, de cara en la arena, ponía su matiz de rosa temprana sobre el oro movedizo del camino real.
-Cómo te llamas. Porque no te levantas. Te has hecho daño?
Dijo al fin el hombre guapo y moreno. Trató de levantarla y al sentir la seda de sus brazos redondos y calientitos, exclamó con entusiasmo:
-Dios mío, ni el algodón de los capullos tiene tanta suavidad. Quién eres? Qué haces a estas horas en el camino real?
María Luz no contesto. Con mano temblorosa quito la arena de sus piernas. La emoción había sido profunda. No podía evitarlo. En sus oídos resonaba la voz hermosa y varonil y “la suavidad del algodón en capullo” se le metía en el alma. Levantose y corrió a lo largo del arenoso camino. El hombre la miró perderse tras la cortina de arena que levantaban sus pasos largos y apresurados.
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Aquella noche, después del encuentro con el desconocido en el camino real, María Luz, recostad en una hamaca en un rincón del rancho, observaba en silencio como su madre, a la amarillenta luz de una pequeña lámpara de gas, sentada en un taburete, sobre la larga mesa de la escuela, hacía números, rayas y cruces en los papeles que enviaba el Ministerio y su sombra, proyectada sobre la pared de barro, se alargaba a medida que menguaba el gas de la lámpara.
Afuera, el viento golpeaba el alero de zinc y la luna bruñía con su plata las verdes hojas de la Berbería. María Luz sentía la imperiosa necesidad de preguntar sobre aquel desconocido que había visto en el camino real. Volteose en la hamaca para dar la espalda a su madre. No quería que descubriera en su rostro la ansiedad que la dominaba, sin embargo, cuando escucho la coz de la maestra musitando pausadamente, veinticinco, cuarenta, varones, hembras, totales… Una insoportable curiosidad la invadía  y crecía, como crecía la sombra de María Cruz sobre la pared, a medida que menguaba la luz.
-Madre –dijo haciendo un esfuerzo- no sabes que esta tarde he recibido un gran susto.
-No me digas…
María Cruz dio el frente hacia su hija.
-Sí. Cuando atravesé el camino real para venirme al rancho… Estaba un poco oscuro Me asusto un hombre.
-Cómo fue eso? Quién era?
Esta vez María Cruz puso a un lado los papeles y quito los anteojos de su cara. María Luz, aparentando indiferencia prosiguió:
-Venía trotando sobre una mula y al verme detuvo el animal… Fue tan grande mi impresión, que al correr caí sobre la arena.
-No me habías dicho nada. Ya ves mi desaprobación cuando quieres andar por el camino real a esas horas. Pero no te ocurrió nada más?
-No, solo que al tratar de levantarme por los brazos, dijo que tenía la suavidad de capullos de algodón.
Rió alegremente. No quería que su madre descubriera su interés por saber quién era  aquel hombre.
-Te dijo eso? Ah… pues entonces debió ser Miguel Ángel. Solo el saber decir cosas tan lindas a las muchachas.
María Cruz tomó nuevamente los papeles en sus manos, disponiéndose a continuar el trabajo interrumpido. En su rostro asomó una sonrisa de satisfacción. A María Luz no satisfizo la corta información. Quería saber más. Se llamaba Miguel Ángel, pero, quién era Miguel Ángel? Nuevamente, para llamar la atención de su madre, dijo simulando indiferencia:
-Que susto.
Y miraba con ansiedad las vigas del techo.
-Debió ser Miguel Ángel… Quién más pudo haber sido?
Y tras estas cortas palabras María Cruz continuó tranquilamente: Veinte, cuarenta y dos, varones, hembras…
-Y porqué estas tan segura que debió ser Miguel Ángel?
Preguntó ansiosamente María Luz. Temía que su madre no continuara el tema.
-Porqué aquí no hay hombres tan galantes como él para decir cositas así…Era alto, fornido y posiblemente llevaba libros en sus manos?
-Sí, sí, así era –contestó María Luz con entusiasmo- Recuerdo que al bajar de su montura, un libro cayó sobre la arena.
-Entonces era él hija mía. No cabe la menor duda.
María Luz, temiendo que su madre volviera sobre su trabajo dijo nuevamente:
-Pero que susto.
-Susto porqué. Si hubiera sido otro tal vez hubieras tenido motivo para asustarte. Pero él… Bueno… es que tú acaso no te acuerdas ya de Miguel Ángel?
-Qué Miguel Ángel?
-Pero hija, cómo puede ser? No te acuerdas ya del hijo del viejo Carmelo? Vivía cerca de la carretera adonde te llevaba a coger panales, jugabas mucho con él cuando eras pequeña…
-Ah, ese es Miguel Ángel, el que vi en el camino real? Se ha hecho un hombre.
-Y que hombre hija!
- Y que ha sido de él… cuénteme.
-Bien… después que murió su padre quedo solo por lo que se dedicó a estudiar por su cuenta: Matemáticas, física, botánica… todo en general. Tiene muy vastos conocimientos sobre agricultura. Yo me encargaba de traerle libros cada vez que viajaba a Maracaibo. Después –continuó María Cruz- ingresó a trabajar en un barco petrolero, con lo que conoció muchos lugares del exterior… Luego volvió ya hecho todo un hombre y transformo la heredad en una hermosa finca…
Tras un hondo suspiro de satisfacción, María Cruz continuó.
-Es muy trabajador, ha transformado este villorrio en un pueblo productivo, donde cada campesino es dueño próspero. Formó una cooperativa entre ellos y con lo que reunieron compraron la huerta de los Quintero… Te acuerdas de ellos? Y en esa vasta extensión ha hecho un huerto experimental de agricultura en el cual da charlas de orientación agrícola a los campesinos. Ha llegado a ser como el Dios de estos pobres hombres… y él no te reconoció, no se dio cuenta que eras mi hija?
-Precisamente me causó cierta extrañeza  cuando me preguntó con insistencia quien era yo…
-Quizá presintió que eras mi hija. Cómo iba a olvidarte. Constantemente me preguntaba por ti…
Y María Cruz dando vuelta al taburete situose de nuevo frente a la mesa escolar. Sus largos brazos, perezosos y lacios descansaban sobre la superficie irregular. Con la punta del lápiz hurgó la mecha del candil y sobre la mesa cayeron pequeños carboncitos. Distraídamente jugó con ellos a medida que comenzaba de nuevo.
-Treinta, cuarenta, varones, hembras…
María Luz, satisfecha su curiosidad, cerró sus negros ojos. Afuera, el viento azotaba fuertemente las escolleras de piedra y mientras María Cruz hacia signos en sus cuadros, a intervalos escuchábase el ladrido de los perros y algún “guaco”, cruzando el espacio, desgranaba su guac, guac.
Capítulo IV
Era marzo y habían pasado algunas semanas desde el día en que María Luz se había encontrado con Miguel Ángel en el camino real. No había vuelto a verlo desde entonces, sin embargo, no podía apartar su recuerdo de la atrayente imagen de su silueta. Esa mañana, recostada en el ondulado tronco de un cocotero, dejo vagar su pensamiento. Recordó el día  cuando fue llevada a la ciudad. Seis años había permanecido en Maracaibo, años que le habían resultado interminables y tristes, si bien los analizaba. Acompañada siempre por la tía Trina, los había pasado de la escuela a la casa y de la casa a la iglesia. Solamente para ella habían tenido algún encanto los días en que su madre hacia los fines de semana, llegaba del campo, saturada de la brisa marina, cargada de frutas y pequeños recuerdos que le enviaban sus compañeritas de escuela. Ahora, de nuevo en su ambiente, lo recordaba con cierta tristeza… seis años metida entre libros y cuadernos, seis años fuera de sus cosas, seis años huérfana del contacto con Dios… pero ahora, tendida sobre la arena de la playa, sintiendo en los pies desnudos el suave lamido de las olas sentía una onda satisfacción, el recuerdo de Miguel Ángel y todo lo que de él había sabido a través de su madre, se le aferraba al alma como una enredadera. Sus labios musitaron:
-Cómo pude pasar tanto tiempo lejos de todo esto… fue muy triste, muy triste.
-Estuvo sin ti La Rosita…
Una voz varonil la saludo cortésmente. Era Miguel Ángel.
-María Luz se incorporó y apresuradamente cubrió con su falda las piernas desnudas. Miguel la miro sonriente.
-Soy yo mi dama. Debo presentarme? Miguel Ángel.
Con una graciosa inclinación continuó.
-Ex discípulo de Doña María y ex compañero de juegos de la inquieta María Luz. La he admirado a usted en el camino real!
-Vamos hombre trátame con confianza. Cuando niños no jugábamos y corríamos por estas mismas orillas?
-Claro que sí pero la vida cambia y con ella los seres y las cosas.
Esbozo una tímida sonrisa. María Luz lo invito a sentarse sobre la arena.
-Me ha dicho mi madre que te has convertido en un verdadero hombre.
-Qué es eso de verdadero hombre?
María Luz continuó como si no lo hubiera escuchado.
-He sabido que has adquirido muchos conocimientos. Que esta tierra desolada ha florecido por tu dedicación y esmero; que este pueblo ayer medio muerto vive hoy por tus instrucciones y sabias enseñanzas.
-Señaló hacia el cerro.
-Mira el huerto de Reinaldo, antes lleno de grietas y zanjones, por obra y gracia de tus conocimientos se ha convertido en tierra laborable y productiva. No te parece que solamente un verdadero hombre puede lograr eso?
Ya lo creo que sí María Luz.
Se sentó a su lado.
-Hay que tener sobre todo una fuerte voluntad para luchar contra los elementos corrosivos de la misma naturaleza, pero eso no quiere decir que soy un superhombre. Cualquiera que se lo proponga puede hacer lo mismo; si Reinaldo, Ubaldo, el viejo Antolín y tantos otros hubieran hecho lo yo hice, seguro, hubieran obtenido los mismos resultados.
-Te equivocas Miguel Ángel. Los libros no llevan al hombre cosa desconocidas, únicamente despiertan en él conocimientos que yacen dormidos en su alma. Si no fuera así, todos los que estudian serían sabios. Y no es así, el sabio es sabio hasta sin libros, porque si estos le faltan, él mismo los inventa.
Al terminar de hablar María Luz respiró profundamente. Miguel Ángel la escucho complacido.
-De donde sacas esas cosas?
Ella rió alegremente.
-De mi tío, sabes de mi tío. Se llama Cosme, es un hombre muy inteligente, muy distinto de los demás. Tiene muchos libros. Me alegraría que algún día le conocieras.
Miguel Ángel sonrió sin decir palabras. Se incorporó par despedirse de María Luz.
-Debo irme. Antes de que se oculte el sol daré una charla a los campesinos sobre la erosión de los suelos. No debo faltar porque es muy importante y necesaria y debo prepararla.
Con un fuerte apretón de manos miró hondamente a María Luz.
-Hasta luego María… hablaremos.
Su recia silueta se desvanecía a medida que se alejaba por la orilla de la playa. Silbaba quedamente una dulce melodía. María Luz lo observaba y sentía que en sui alma comenzaban a aferrarse florecidos los recuerdos y antes de que por completo se perdiera en la lejanía, le gritó con fuerza:
-Miguel, en qué lugar será la charla?
El volvió el rostro, alborozado y feliz.
-Bajo el gigante número uno…
Rió sonoramente y a largos pasos subió los cerros.
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Después del encuentro con Miguel Ángel en la playa, María Luz ya no pensaba en otra cosa, que en la posibilidad de escuchar su charla. Luego de acicalarse un poco bajo a la orilla… como fieles centinelas las palmeras alineadas simétricamente, le recordaron los adorables gigantes de la infancia. “Gigante número uno” resonaba aún en sus oídos como un eco, que despertaba en su alma dulces reminiscencias. Sintió febriles antojos de meterse en el agua…el nácar de su piel rompió la capa verde de limo y como sonámbula seguía alejándose más y más de la orilla, presa de un extraño arrobamiento. El sordo grito de un campesino hízola volver en sí.
-Señorita.
-Qué pasa?
Volvió el rostro un poco contrariada.
-Buenas tardes. Es usted la hija de la maestra, verdad?
El que la había llamado, con ademán cortes saco de su cabeza el viejo sombrero de fieltro, manchado de aceite y petróleo.
-Si señor, yo soy y que se le ofrece?
-Nada mi niña. Solo quería advertirle que es peligroso meterse en el agua cuando tiene tanto limo. Produce fiebre, sabe?
-Y quien le dijo eso?
-Bueno, eso nos lo dice Miguel Ángel, pero desde que soy yo, oigo decir eso.
El hombre se rasco la cabeza medio confundido.
Ella preguntó llena de curiosidad.
-Va usted a la charla de Miguel Ángel?
-Sí mi señorita, para allá voy.
-Y donde la dice hoy?
-Donde mismo, en el huerto experimental. Sabe dónde queda?
-No.
-En la huerta de los Quintero.
-Ah.
Y escondió bajo el agua la alegría de su cara.
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Situado en una planicie un poco retirada del camino real y protegido con cerca de cardones, erectos como alfileres, estaba el campo experimental de los campesinos de La Rosita. Hacia él se encamino María Luz, ocultándose entre los barrederos y tapaleches. Subiose en el tronco de un añoso caujaro que hacia el lado norte quedaba más cerca de la enramada  que servía de aula y granero a la vez. Desde allí podría escuchar y observar muy bien. Estaba segura de que la suave brisa del sur, le traería claramente la potente voz de Miguel Ángel. Era hermoso el lugar y desde su escondite, María Luz observó, en toda su extensión, las diferentes parcelas de cultivos.
Bajo la gran enramada, rodeado de los campesinos que se habían sentado en el suelo formando rueda, Miguel Ángel, parado en el centro, con su chamarro rojo y botas rústicas, haciendo ademanes con sus largos brazos, trazaba signos en el suelo arenoso. María Luz escucho claramente su voz.
-Bien amigos míos, ya les expliqué en mi anterior reunión con ustedes cómo se efectuó la formación de la tierra. Cómo con el correr de los siglos en su constante evolución se derivaron los elementos necesarios a la vida del hombre. Ahora pues, me concretaré expresamente a un punto que nos interesa sobremanera: la conservación de nuestro suelo, de esa tierra generosa que nos devuelve con creces los cuidados que le prodigamos, convertidos en sanas cosechas para nuestro mejor vivir.
Miguel Ángel cortó un momento su discurso. Saco un pañuelo de la faltriquera y secóse el sudor que invadía su frente. Hizo señas a los hombres para que lo siguieran. María Luz los vio alejarse. Con cierta tristeza temía no escuchar las palabras de Miguel. Luego de dar algunas vueltas por el huerto, los campesinos se situaron en lo alto de un montículo. María Luz los vio arrancando algunas pajas que a indicaciones de Miguel Ángel las iban enterrando en hileras sobre la planicie arenosa. Se acercaron y nuevamente formaron rueda en el suelo. Miguel Ángel en el centro, parado, con la cabeza casi pegada al techo de la enramada, continuó entusiasmado:
-Como les acabo de explicar, son tres clases de erosión las que en silencio, paulatinamente, van minando nuestros suelos, como traicioneros enemigos; se valen de nuestros pies, de nuestros animales, de las lluvias y hasta del mismo viento para socavar silenciosamente hasta el alma rocosa de la tierra, donde los abrasadores veranos nos consumen, es donde más necesitamos una cuidadosa preparación de los suelos para poder contrarrestar la desbastadora acción del viento y poder a la vez mantener por el más largo tiempo posible, la humedad de las pocas lluvias que caen, en las capas superficiales de la tierra. La lluvia, si no encuentra desprovistos, si no hemos efectuado las labores necesarias a fin de aprovecharla lo más que podamos, como ladrona impetuosa correrá por las cañadas y bajará al lago por los cerros, abriendo zanjas, socavando las entrañas de la tierra, para arrastrar con ella los preciosos elementos que nutren la tierra y sostienen la vida vegetal…
Nuevamente Miguel Ángel sacó de sus bolsillos el pañuelo y secó el sudor de su frente.
-Buenas tardes.
Lucina, A quien apodaban “la cabrita”, con tímida voz interrumpió las palabras de Miguel. Tambaleante, con los ojos medio cerrados por el aguardiente penetró en el grupo. Todos le miraron sin el mayor asombro. Estaban acostumbrados a verla en ese estado. Al observar ella que Miguel había cortado sus palabras, dijo en un tono poco común:
-Bueno y que pasa, porqué se callan? Es que yo no puedo tomar parte en esta vaina?
Miguel Ángel frunció el ceño. Cierta contrariedad invadió su ánimo. Tratando de conservar la jovialidad que siempre le caracterizaba, dijo en tono amistoso:
-Cómo no Lucina, para todos nosotros tiene interés esto. También puedes escuchar, pero esto que tú llamas así, no es ninguna vaina, sino sencillamente explicaciones sobre el mantenimiento de la tierra, la manera de cuidarla… Entendido! Quieres escucharla con tranquilidad?
-Bueno, usted manda compadre!
Sacando de su regazo una botellita de ron, tomo tranquilamente como si nadie la observara. Lucina miraba aquel grupo de hombres, todos fornidos, morenos, viejos algunos, pero llenos de rebosante salud. Eran hombres de campo, sin vicios, dedicados al cariñoso cultivo de la tierra: ella hubiera sido con gusto la mujer de alguno de ellos, pero el recuerdo tenaz de su Calixto, ya difunto, lo mantenía como una eterna efervescencia. Tomando de nuevo otro sorbo de ron, dijo con inusitada alegría:
-Ustedes solo pierden el tiempo en esas tonterías, en la tierra, en la yuca, en los frijoles, pero en cambio cuando uno quiere tomarse un traguito, tiene que dar hasta la última locha del bolsillo. Compadre –grito con voz quebrada- porqué no cultivan caña… Bostezó largamente y recostó su cuerpo flaco y cansado en un horcón de la enramada y antes de que Miguel Ángel terminara sus palabras, ella dormía con el sueño plácido de un recién nacido.
-Bueno amigos –dijo Miguel Ángel observando el cielo que comenzaba a llenarse de luceros- continuaremos esta charla la semana próxima. Quiero que observen diariamente las pajas que hemos enterrado en la planicie del montículo… encontrarán día a día como la arena irá formando monte a su rededor. Es importante esta observación pues quiero que conozcan la importancia que tiene como protección contra la acción del viento, la capa vegetal que cubre la tierra.
Todos los hombres se levantaron y se calaron sus sombreros de paja. Cada uno tomó el sendero que conducía a su rancho, en silencio, meditando tal vez sobre la importancia de lo que les había enseñado Miguel  o sobre la interminable borrachera de Lucina.
Mientras los hombres se alejaban, Miguel Ángel quedose parado en la mitad de la enramada. Acostumbraba bañarse en la playa después de sus charlas para los campesinos. Salió a la huerta. En el cielo la luna brillaba como luz incandescente y entre el pajonal los saltamontes salmodiaban sin descanso. Miguel se paró en la mitad del camino que iba hacia la playa, se quito el chamarro y aspiró profundamente el aroma de las madreselvas y los lirios.
-Que hombres estos –dijo hablando para sí-en vez de dejar que el agua del lago quite de sus cuerpos el sudor y el cansancio, prefieren la oscuridad del rancho!
Echó su chamarro al hombro y extrajo de su faltriquera un cigarro que encendió. Fumó con avidez y a grandes pasos tomo el rumbo de la playa… casi llegaba al tranquero cuando el ruido seco de algo que caía sobre las ramas secas y los arbustos, lo hizo detener. Volviose y a la luz de luna vio que alguien se arrastraba quejumbrosamente. Corrió al lugar…
-María Luz!
Exclamo lleno de sorpresa.
-Te has hecho daño?
Presuroso la levantó entre sus brazos. María no contestaba. Trataba de taparse el rostro, rojo como un clavel… lleno de vergüenza.
-Oh miguel…
Musitó quedamente y azorada se pasaba las manos por la cintura como si algo le doliera. Él le preguntó con ansiedad:
-Pero María Luz cómo has caído de ese árbol… Dime qué hacías, con quién andas?
Miguel la miraba con cierta preocupación. Temía se hubiera hecho un daño. Quería saber qué ocurría. Ella no hablaba, lo miraba con cara de niña asustada. Hubiera deseado correr, pero las piernas las tenía adormecidas por el golpe. Él le tomo las manos.
Ven, María, vamos a la enramada, debes lavarte las manos y la cara. Las tienes llenas de arena.
Ella no contestó pero se dejo llevar mansamente de la mano. Al llegar a la puerta del rancho, detuvo sus pasos, pero él, sin darse por entendido, penetró en la sala y regresó tras un corto rato con una totuma llena de agua. Le dijo con dulzura:
-Qué más puedo ofrecerte que un poco de agua para que laves tus manos y cara?
Miguel Ángel puso el tiesto en el suelo y con suavidad le descubrió el rostro.
-María Luz lloras… es que acaso te has lastimado?
Le manoseaba el cuerpo con ansiedad. Ella sin dejar de lagrimear hizo un gesto negativo con la cabeza.
-Entonces por qué lloras?
No pudo más y haciendo apoyo de sus brazos, se recostó a la pared hipeando como si nadie la escuchara. Miguel se desesperó. Nunca antes había llorado en su presencia una mujer bonita. Se estregaba nerviosamente las manos y como nunca, se sintió incapaz ante tan pequeña cosa. Hasta entonces no se había percatado de que estaba sin chamarro, buscándolo, miró azorado y al verlo tirado en la mitad del camino corrió hacia él. María Luz al ver que se alejaba, le grito con fuerza:
-Miguel, Miguel… no me dejes. Tendré miedo en esta soledad… yo vine únicamente para oírte y verte, ven…
Un temblor nervioso quebró la voz en su garganta. De nuevo se tapó el rostro con las manos. Miguel había escuchado su confesión y con ella, sintió más vergüenza de estar sin chamarro. Lo anudó en su cintura y de nuevo corrió hacia María Luz. Quiso abrazarla, pero el temor detuvo sus ansias. Susurró a su oído:
-Yo no me alejaba para dejarte, únicamente buscaba mi chamarro. Cómo habría de dejarte, si para recordarte toda la vida no es preciso que florezcan los curarires… Es cierto lo que has dicho, sólo viniste para verme y oírme? Se sincera María Luz…
Al fin ella habló para decirle muy quedamente:
-Sí, sí, es cierto Miguel, porqué no habría de decírtelo?
-Oh María cuanto bien me haces. Ninguna cosecha ha puesto en mi alma más alegría…
Le tomó las manos y con cierta timidez las llevo a sus labios. Ella no hizo resistencia. Entorno los ojos y el arrebol lleno sus mejillas.
-Entonces María todavía me quieres… te interesan mis charlas y mis cosas? No has olvidado nuestro cariño de niños?
-No Miguel no lo he olvidado… Allá en la ciudad no había curarires, ni panales, ni arena dorada, sin embargo, yo siempre pensaba en ti…
-Y yo que pasé todo ese tiempo lleno de temores, obscurecido por terribles presentimientos, sordo por que no oía tu voz, muerto por que no sentía tu aliento…
La apretó fuertemente contra su cuerpo y selló aquel encuentro con un beso apasionado. Ella nerviosamente se apartó de sus brazos. Quiso correr, pero él la retenía fuertemente.
-No, no has de irte así, dejándome nuevamente en la misma incertidumbre. Antes debes decirme qué hay de nuestra vieja amistad. Si me amas debes decírmelo ahora.
Miguel se emocionaba y a medida que hablaba, sus palabras salían con dificultad.
-Sabes María, ya mi paciencia se ha agotado. Crees que voy a sufrir nuevamente la amargura que me dejo tu ausencia, cuando te llevaron porque debías estudiar? Ahora no, lo comprendes? Es distinto… soy un hombre. Aquel entonces era un muchacho que se dejaba arrebatar lo que más amaba. Pero ahora no…
La emoción corto sus palabras. La besó profundamente y continuó:
-Ahora no, porque se lo que soy y lo que quiero y no permitiré que me lo quiten…
La abrazaba con frenesí. Ella sintió miedo de aquel hombre enardecido de amor. En silencio dejo que él la acariciara. Le dijo con dulzura:
-Miguel, mientras en La Rosita florezcan los curarires, vivirá siempre mi amor por tí!
El la escucho ensimismado. Mansamente la beso en la frente, como si el aire nocturnal pusiera tibieza en el ardor de su sangre.
-Vamos María Luz, se hace tarde y debes regresar a tu hogar. Qué dirá doña María?
María Luz no hizo caso de la advertencia. Estaba contenta y sentíase feliz. Hubiera deseado quedarse eternamente allí con Miguel. Despreocupada le tomo la mano y lo guió por la vereda hacia el rancho de la escuela. Cuando llegaron, la luna oculta tras las grandes nubes, obscurecía el lugar y en la enramada, María Cruz, preocupada, esperaba impaciente la llegada de su hija. Había encendido una gran fogata par alejar la plaga. Cuando descubrió que María Luz se acercaba en compañía de Miguel, sintió cierta tranquilidad.
-Hasta cuando tendré que repetirte que no debes esperar la noche en esos caminos? Me has tenido en ascuas; la próxima vez seré más severa contigo.
Se adelanto a ellos y ni siquiera esperó el saludo de Miguel.
-Válgame Dios doña María, andando conmigo puede usted tener la seguridad de que nada ocurrirá a ella, que no me ocurra primero a mí. Buenas noches –agrego él-.
-Buenas noches hijo, donde la has encontrado?
-No se alarme, que ni se perdió ni la he encontrado. Sencillamente estaba escuchando la charla que dí hoy a los hombres. A ella le pareció muy interesante y prefirió esperar, sabiendo que yo la traería.
María Luz no objetó nada. Abrazó a su madre y sin despedirse de Miguel, entró en el rancho. Miguel y María Cruz permanecieron largo rato conversando a la luz de la fogata. Era la costumbre de ellos cuando se veían. Él le hablaba del huerto experimental y ella le daba cuenta de cómo marchaba la escuelita. Cuando él tomo el camino de regreso, una completa obscuridad habíase cernido en todo, pero con la luz del amor encendida en su pecho, todo le parecía claro y hermoso: el siquiera miraba el sendero, iba absorbido por su propia ensoñación. En su corazón de hombre bueno y valiente, lo golpeaba fuertemente el amor por María Luz. De vez en cuando detenía sus pasos, como si quisiera escuchar mejor sus propios sentimientos. Y allá en la escuelita, María Luz, en dulce desvelo, escuchaba también en sus recuerdos, las ardientes manifestaciones de Miguel.
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Era un mes de Junio y aquella tarde esplendorosa y brillante, traía en la suave brisa un algo inquietante. Las sedosas bellotas de las laras pulverizaban el aire con su polen fragante y se mezclaba al perfume de los dividives florecidos y a la olorosa resina del cari-cari. En lo más alto de una ceiba que formaba como un recodo en el ancho camino, varios pajarillos cantaban melódicamente mientras la brisa rizaba marullitos en sus plumas. Un jinete cabalgaba a trote en su montura y al pasar, indiferentes, las cabras montaraces lo miraban sin parar su incesante rumiar… Era Miguel Ángel alegre y feliz , en su pecho florecía la esperanza como matita de amor. Cantando alegremente a medida que avanzaba por el camino bordeado de tapaleches y pica-pica, los últimos reflejos del atardecer, tras el follaje de los arboles, ponían sobre su espalda, toques de sombra y de luz. Cariñosamente golpeó el pescuezo del animal y habló en voz alta:
-Ah, querido amigo, no sabes qué hermoso es mirarla con la última luz del ocaso…  Si ella se dejara, ni tu ni este pueblo que tanto quiero, me detendrían… Sin remedio me iría hacia la extinción, hacia la muerte… qué sería yo sin ella?
Las tardes en La Rosita se caracterizaban por una dulce quietud. A medida que el sol avanza hacia el zenit, la frescura del atardecer, pone en el ambiente un agradable sopor. El “estoy triste”, infaltable avecilla, en las tardes melancólicas, pone en la tristeza del anochecer, su quejumbroso canto y en los jagüeyes medio secos, los zancalargos, como si ensayaran pasitos de algún minué, picoteaban la yerba con rítmicas reverencias. Pero para Miguel nada de eso existía, absorto en sus pensamientos únicamente pensaba en su María. Una fresca carcajada detuvo su marcha y al volverse, entre los matorrales, fresca como una cayena, asomó María Luz su cara redonda.
-Pícara, me has cambiado la barrera?
Ella no contestó, parada en la mitad del camino lo observaba complacida. Adoraba ese hombre, concepción plena de todas sus aspiraciones: fuerte, viril, valiente, arrogante y sereno. Qué más podía pedir? Qué le importaban a ella los hombres pulidos de la ciudad de los que tanto le escribía el tío Cosme en sus cartas? Hombres instruidos que conocían el mundo… pero, lo conocerían tan bien como Miguel Ángel que había aprendido a comprender la naturaleza; que hablaba a los campesinos de cosas maravillosas, que sabía en qué clase de terreno debía sembrarse las diferentes semillas; que conocía los sistemas para la conservación de los suelos y conocía la ayuda beneficiosa o el daño que proporcionaban algunos insectos y que era en fin, como el joven padre de todos los viejos campesinos. Podrían los hombres de la ciudad ser más pulidos y conocedores del mundo que Miguel Ángel, el “rompe vientos” de todas las siembras y cosechas de La Rosita? No. No le cabía duda alguna, Miguel Ángel era único. Único en su valor… único en su sabiduría. Para ella no habría ninguno más pulido ni más conocedor de mundo que pudiera aventajarle… Miguel se acercó. Con sus fuertes brazos rodeó su cuerpo. Un dulce estremecimiento hizo volver a María Luz de su arrobamiento.
-Amor mío, qué hermosa estás, qué fragante! Hueles más que un manojo de limoncillo… déjame besarte. Sabes cuantas leguas he andado desde el rancho del viejo Ubaldo, únicamente para besar tus labios frescos y dulces como la patilla recién abierta?
María Luz, sonreída, movió negativamente la cabeza y su cabellera suelta y desordenada le cubrió la frente.
-No lo sabes ni te lo imaginas siquiera?
-Pues cinco leguas, mi gacela, que cuando son charlas agrícolas, a pesar de recorrerlas, no son nada; pero cuando se trata de ti, que te pienso y deseo en mis brazos, ni el camino al cielo me parece más largo!
La apretó fuertemente contra su pecho de hombre ardiente y enamorado.
Esa tarde de junio todo florecía en torno. Las matas de suspiro exhalaban su agradable aroma de fruto maduro. Miguel y María, sentados en un pretil formado por el arrastre de alguna cañada, se apretaron fuertemente, como si quisieran fundirse en una sola humanidad. El vuelo de algunos pajarillos miedosos de la noche por venir, los hizo volver del profundo arrobamiento. Él le acarició el mentón y la beso intensamente.
-María Luz, levántate y camina hacia el tronco de aquel árbol florecido y quédate allí parada… anda.
Díjole él dominado por extraña exaltación. Ella obedeció tranquilamente. Se situó al pie del florido curarire y como símbolo vertical espero en silencio. Él la miro arrobado y con fuerza sacudió las ramas del curarire. De nuevo volvió a su sitio y observo largamente a María Luz.
-Qué hermosa te ves así, con las flores sobre tu pelo, pareces una sílfide. En todo el Olimpo no hay una diosa como tú… Venus si te viera, celosa, se hundiría nuevamente en las espumas del mar…
-Pero Miguel Ángel…
Calla, calla… no te portes avara en este hermoso momento. Nunca te he amado más… Quiero recordarlo siempre…
Las oscuras sombras del anochecer, sucedieron al brillante reflejo del ocaso. Era la hora cuando la profunda melancolía de todas las despedidas, ponía en el alma de ellos, su gotita de amargura.
-Debo regresar.
Dijo triste María Luz.
-Sí, ya debes irte.
María Luz dijo mimosa:
-Por esto no quiero la noche, porque a pesar de ser bella y olorosa a madreselva y lirios, me separa de ti. Te amo Miguel y nada, nada podrá ya robarte mi cariño.
-Lo sé amor mío. Pero recuérdalo siempre. No quiero que la vida o las circunstancias te lo hagan olvidad. Porque sin ti no sé qué haría en el mundo… No… no podría vivir sin ti!
La beso tiernamente en los ojos, las mejillas y el pelo. Le dijo nuevamente:
-Ven María Luz, gocemos el último momento de esta tarde. Recuesta tu cabeza en mi pecho… cierra los ojos. Recuerdas aquel bello poema que aprendimos cuando niños?
-Recítalo amor mío…
Miguel con voz dulce y muy quedo al oído de María Luz, recitó:
-“Eres cual lirio que guardó el camino y puso frescor en la hondonada, delicado jazmín, que regaló su blancura en la enramada”…
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Y por cinco primaveras florecieron los curarires de La Rosita, mientras Miguel y María tejían bajo su sombra, la amarilla guirnalda de su amor… Y en la playa los pescadores románticos pescaban con la luna y la escuelita se volvía cinco veces más pequeña, para los chicos que crecieron cinco años más… Cinco años de paz y amor…
Capitulo V
Una mañana de octubre el pájaro de la tristeza revoloteó sobre La Rosita, habitualmente despreocupada y alegre… Habían matado un hombre; un hombre honrado y trabajador, No pertenecía a los agricultores de la cooperativa, pero era un hombre de La Rosita y eso bastaba para que cada uno sintiera la desgracia como suya propia… Los peones que bajaron temprano del monte arriba, trajeron la noticia: Simeón Labarca, padre de familia y dueño de un hato de cabras, próspero y solvente, había sido ultimado por  “el tuerto”, vecino suyo y con quien por largos años sostuvo un injusto pleito de linderos. El tuerto era un mal hombre venido de no se sabe de dónde. Sus mal intencionadas actuaciones le habían granjeado el apoyo y simpatía del Coronel Carmona, terrateniente de vastas extensiones en las márgenes del rio Limón. Bajo su consentimiento y dirección, había cometido varios despojos a humildes campesinos.
Este hecho consumado por la persona menos querida en La Rosita, llenó de odio el corazón de sus hombres. Miguel los llamo a reunión. Contrastaba bajo la enramada del huerto experimental, rodeada de trepadoras y jazmineros, el rostro triste y enjuto de los campesinos. Algunos mascaban chimó, pero ninguno pronunciaba palabra alguna. Al llegar Miguel se pararon y se acercaron a él. Muy calladamente lo saludaron, como si el muerto fuera suyo. Sabían cuanto pesaban las desgracias del pueblo, sobre el corazón de Miguel Ángel.
En el huerto las parcelas separadas simétricamente lucían los gallardos asomos del maíz y el ajonjolí y más allá los verdes copos de las plantaciones de cítricas, ponían cierta esperanza en la tristeza del ambiente. Miguel miro lejos. Su mirada pasó de largo sobre los verdes cultivos y descansó en la línea azul del horizonte. Un hondo suspiro ensanchó su pecho. Con fuerza golpeó la mesa con su puño.
-No hay justicia, amigos, no hay justicia.
Crispó las manos nerviosamente.
-Y tenemos nosotros los hombres de La Rosita que soportar esto? No ahora únicamente, sino una y otra vez! Cada vez que a ese canalla se le ocurre que necesita tierra o animales, acaba con nosotros?...
La ira puso brillo en sus ojos y temblor en la barbilla. Dándose vuelta señaló a tres del grupo.
-Vengan, que se sabe de ese desgraciado y de los hijos del viejo Simeón?
Uno de los hombres se adelantó. Tímidamente daba vueltas entre sus manos callosas, al ala sucia de su sombrero. Se paró delante de Miguel miró a un lado y escupió la negrura del chimó, pestañeando nerviosamente.
-Pues Miguel –dijo tartamudeando un poco- esta madrugada cuando venía de “arriba”, había varios hombres en la tienda del ñato. De labios del comisario, que también estaba a presente, oí decir que ya el tuerto estaba bajo la cobija del Coronel Carmona –mascó un poco y continuó- Ahora, los tres hijos de Don Simeón, anoche mismo cuando supieron el hecho, tomaron armas y andan tras el rastro del sinvergüenza.
-Y el comentario general cuál era?
Preguntó Miguel.
-Bueno, algunos comentaron que nada podía hacerse contra ese hombre!
Miguel observó los campesinos en silencio. Había cesado el temblor de su barbilla. En el rostro asomó su serenidad habitual. Habló con aplomo
-Aquiles, Ramón y Antonio, acérquense. Ustedes irán a mi rancho y tomarán las armas necesarias. Cada uno debe ir acompañado, por lo menos de cuatro o cinco hombres –haciendo trazos en la arena continuó- Aquiles, con tus hombres, de la manera más oculta posible irán a lo largo del rio, hasta más allá del dominio de los Carmona, tú Ramón, con los tuyos buscarás desde Las Cabimas hasta la desembocadura del Limón y Antonio con los de él tomará a La Rosita, Santa Cruz y Gonzalo Antonio. Utilicen toda la malicia y sagacidad de que son capaces para averiguar el paradero de este hombre. Hay que encontrarlo antes de que alcance la frontera o el Coronel Carmona lo esconda, como siempre hace.
Después de algunos comentarios, cada uno partió a su destino.
Habían pasado dos días desde la huida de “el tuerto”. Las autoridades de El Moján se habían presentado en La Rosita para llenar los requisitos de ley y tomar las previsiones del caso. Más, los hombres de Miguel no se dieron por entendidos. Estuvieron ausentes en las averiguaciones del crimen; al otro día del hecho, las comisiones nombradas por Miguel, habían salido tras el rastro del criminal y Miguel entretenía su impaciencia y la de los campesinos, en las faenas agrícolas del huerto. Ese día, como si presintieran algo, los hombres se habían quedado conversando bajo la enramada y Miguel revisaba cuidadosamente, las instalaciones de la maquina escardadora de algodón, que sus hombres acababan de instalar.
En el occidente el ocaso lila prendía su flor de tristeza en el corazón de los campesinos. Miguel, preocupado, ni siquiera esa tarde había buscado el cariño de María Luz.
-Miguel… Miguel…
Era Lucina que llamaba. Venia corriendo. El vestido casi harapiento y sucio, con el viento se le pegaba a su cuerpo descarnado. Hacia movimientos con sus brazos llamando a los hombres. Ellos se acercaron con cierto recelo. Escenas como esa protagonizaba Lucina continuamente cuando bebía. Miguel se acerco también al grupo.
-Miguel, acaban de traer del monte a Pragedis, el hijo del viejo Simeón. Está moribundo. Creo que lo picó un guayacán…
Lucina hablo aceleradamente. Estaba excitada. La carrera hasta el huerto experimental la había dejado extenuada. Cuando terminó de hablar, secó el sudor del rostro con la manga de su vestido. Sacó del seno una botellita de ron y bebió ávidamente. Miguel se quedo observándola.
-Está bien por hoy, Lucina –arranco de su mano la botella- acompáñanos…
El trayecto al rancho de difunto Simeón lo hicieron a pié. A pesar de la distancia, Miguel no quiso utilizar las bestias. Caminaron en silencio. Antes de salir había sostenido un corto diálogo con Lucina. Supo por ella, que Pragedis mismo se había hecho una sangría, tan pronto la serpiente le había picado. Esto lo tranquilizó un poco. Igualmente le hizo saber que Juan, el hijo menor de viejo Simeón, tenía casi atrapado al “tuerto”, en las cercanías de caño Guerrero. Cuando llegaron al rancho del difunto, había unos cuantos hombres bajo la mata de guácimo, cerca del corral, en el mismo sitio donde habían ultimado días antes al viejo Simeón. En el centro del grupo estaba Pragedis, sentado en un taburete. Su rostro lucia pálido y la mano izquierda, envuelta en gasa, pendía sobre su pecho, sostenida por un trapo pasado por el cuello. Al acercarse Miguel y sus hombres quiso levantarse, pero Lucina se lo impidió.
-No te levantes. Habéis perdido mucha sangre y estáis muy débil.
-Qué hay Miguel?
-Hola Pragedis!
Los demás hombres se quedaron en silencio. Miguel se paro delante del enfermo y lo observó cuidadosamente. Sus manos crispadas las disimulaba entre las faltriqueras y nerviosamente, una y otra vez, apretaba los labios. Por fin hablo:
-Cómo te sientes?
Me siento un poco más fuerte Miguel. Para mejorar solo me falta que acabemos de liquidar al bandido…
Apretó fuertemente la mano que tenía libre. Por su rostro joven y curtido, resbaló una lágrima. Temblaba su barbilla y todo su cuerpo. Bajó el rostro. Miguel no se dio por entendido de aquella debilidad. Volvió su cara hacia otro grupo.
-En qué forma le han curado la herida?
El aludido, como si lo hubiesen tomado por sorpresa, abrió un poco los ojos y escupió a un lado su mascada de chimó.
-El mismo se curó. Tan pronto sintió la hincada de la serpiente y la vió prendida de la rama en que acababa de apoyarse… Allí mismo, sin perder ni un segundo, sobre la misma rama de un machetazo corto el dedo mordido por el bicho.
-Y la cabeza del guayacán?
Agregó otro del grupo.
-Y no lo ha visto el médico?
-Sí, de regreso a El Moján, el médico lo examino muy bien, le puso una inyección y le curó la herida. Dijo que en esa forma ya no había peligro.
Miguel ya más tranquilo se volvió hacia Pragedis. Silencioso lo miró. Cariñosamente golpeó sus hombros.
-Somos hombres, Pragedis, y solamente dos atributos nos distinguen como tales: el valor y la dignidad. Sin ellos nada valemos y sería mejor que nos matara el veneno de un guayacán o la villanía de un “tuerto Valladares”!
Las voces de unos hombres en el tranquero, llamó la atención de  todos.
-Juancho agarró al “tuerto”. Ya se acercan por Las Cuevas. Gritaban los hombres mientras se acercaban al grupo de Miguel. Miguel Ángel miró a Pragedis. Lucia sereno y pálido. Pero respiraba con dificultad.
-Cálmate Pragedis. El valor y la dignidad de nada nos sirven si no tenemos serenidad.
Miguel se acerco a Pragedis. Con naturalidad rebuscada sacó de la funda la pistola de Pragedis y la puso en su mano.
-Creó que debes aflojarte el cincho.
Dijo disimuladamente. Inmediatamente dando acción al dicho, aflojó el cincho en la cintura de Pragedis. Le golpeó suavemente la espalda.
-Mientras traen al “tuerto”, voy a la playa. Volveré en seguida.
Ubaldo, que estaba escuchando la conversación de Miguel con Pragedis, al ver que se alejaba, le gritó desde el otro lado del grupo:
-Es Miguel y nos vamos dejando este asunto pendiente? Todavía no han traído al “tuerto”…
Miguel se volvió hacia Ubaldo.
-Cuántos de su parte trae el “tuerto”?
-Supongo que ninguno.
Contesto Ubaldo.
-Entonces esto hay que arreglarlo de hombre a hombre. Vámonos, en todo caso estaríamos de más.
El resto de los hombres que escuchaban, también se alejaron. Cuando Miguel volvió el ostro, bajo la mata de guácimo, Pragedis, de pié con el coraje de los hombres verdaderamente machos, asomado en su cara, retenía en su mano la pistola. A su lado, cerca de él, Lucina, como un ángel protector, no se movía. Habían andado Miguel y los hombres un corto trecho, cuando se agregó al grupo Juancho, el hijo menor del viejo Simeón. Al verlo, Miguel lo interrogo con la mirada.
-Traje al sinvergüenza… Pragedis es mi hermano mayor… no podía negarme…
No bien había terminado de hablar Juancho cuando se escucharon casi al mismo tiempo, disparos de pistola y de  fusil: Los hombres se pararon a la mitad del camino. Lucina apareció entre los matorrales.
-Pragedis solo recibió una herida leve en el hombro. No quiso que lo curara. Dijo que todo le pasaría con un sobo de café.
-Y…?
Preguntó Miguel Ángel. Lucina  no contestó. Asintió con su cabeza y se tapó el rostro con las manos mugrientas. Lloraba convulsivamente.
-Qué te pasa?
-Es que no me gusta que se maten los hombres entre sí.
-No se matan los hombres entre sí, Lucina. Se mata a sí mismo el individuo con sus obras y acciones. Quién quería la vida del “tuerto” en estos lugares? Nadie, absolutamente nadie. Era nuestro azote. Es que acaso no tienen los hombres de bien, derecho a vivir en paz?
-Sí, sí, así es Miguel Ángel.
Dijo Lucina muy quedamente. Mirando disimuladamente a Miguel Ángel, trató de sacar de su regazo la botellita de ron. Miguel la miró fijamente. Ella bajo los ojos avergonzada y disimuladamente arregló la sucia pañoleta que llevaba al cuello. Con voz entrecortada agregó:
-Sí, sí, vivir en paz…
Esquivo el grupo y nuevamente se perdió entre los arbustos. Miguel y el resto de los hombres continuaron su camino. Sobre la línea del monte, la luna asomaba una tenue claridad  y las luciérnagas, de trecho en trecho, ponían sus gotitas de luz. Telémaco, el más joven del grupo, comenzó a entonar una dulce y vieja canción:
-No se me meta compadre, que yo soy de los de Toas, y aunque soy un pescador, me fabrico mis canoas…
Alegremente el resto del grupo, contestó al verso:
Y aunque somos pescadores, no aceptamos entradores…
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Habían pasado tres días desde que los hombres de Miguel salieron en busca del “tuerto” Valladares y en el huerto experimental, los hombres, a pedido de Miguel, no volvieron a hablar del asunto. Miguel aprovecho para entretenerlos, hablarles de la importancia de la escardadora de algodón y enseñarles el manejo de la misma. Por la tarde calmaba un poco su inquietud, en el dulce cariño de María Luz. Echado sobre la blanca arena de la playa, Miguel no podía ocultar su preocupación. María Luz, a su lado, trataba con mimos de animarlo.
-Miguel…
-Um…
Musitó sin despegar los labios. Busco sus manos y las apretó fuertemente.
-Es que no vas a hablar esta tarde?
-Quizá tú no comprendas María Luz… Pero cuando se tiene que matar por dignidad…
-Y quién va a matar por dignidad. Desde que se mata no se es digno.
-Es que la vida, amor mío, es esencialmente circunstancial! Lo que hoy se hizo por cobardía, en alguna otra ocasión podría hacerse por dignidad. No me refiero a esa dignidad mal entendida, que algunos hombres de mente enfermiza no reconocen como orgullo estúpido. Me refiero a la dignidad moral, comprendes? A las situaciones en que la vida pone al individuo a obrar hasta contra sus propias convicciones. Únicamente porque sea el lado justo, el camino correcto…
Cortó sus palabras. Se quedó mirando los negros ojos de María Luz. Sus labios húmedos y la cándida expresión de su rostro, alejaron las penas de su alma. La atrajo hacía sí con fuerza, besó sus tibias mejillas y allí, sobre la blanca arena, entre beso y beso le enseño la matemática precisión de la marea, en bajamar y pleamar.
Capítulo VI
“La Luisa” se llamaba la canoa del viejo Ubaldo y aquel fresco domingo todos los chicos de la escuela, de piernas en el agua, abordaron la canoa que anclaba a pocos metros de la orilla de la playa, tremolaba en el mástil, con el vaivén de los marullos y la suave brisa, se bandera desteñida y roída. En la orilla, las madres daban sus últimas recomendaciones a María Cruz. Decía una:
-Ya sabe doña María, mi muchachito se resfría de cualquier cosa.
La otra:
-Se la recomiendo, maestra, no me la deje salir. Me dicen que en El Moján hay muchos peligros.
Más allá otra decía a su chico:
-Ya sabéis mi amor, no andéis descalzo, hacele caso a la maestra. María Cruz escuchaba con paciencia aquel rosario de requerimientos maternales. Llevaría en la canoa de Ubaldo a la mayoría de los niños de la Escuela, como lo hacía todos los años, para que hicieran su primera comunión en las festividades del Santo Patrón de El Moján. Allá los esperaba Benjamín, el sacristán de la Iglesia y quién por encargo de María Cruz, había arredrado la casa donde pasarían las festividades.
La mañana era brillante y fresca. Miguel Ángel haría de timonel; María Luz ayudaría a su madre en la tención de los chicos. Luego de apretones, besos y recomendaciones, izó sus velas “La Luisa”.
Lentamente “La Luisa” se alejó de la orilla. Sus velas hasta la mitad del mástil, esperaban la brisa del sur la abrirse como alas de mariposa. A medida que se alejaba de la orilla, las personas que se habían quedado observando su salida, parecían muñequitos de algún escenario en miniatura. Miguel palanqueaba rítmicamente y, entretenido silbaba una dulce melodía; sus ojos oscuros atisbaban el horizonte y a medida que a largos trechos empujaba la palanca, su rostro varonil y tostado, llenábase de gravedad.
-Doña María, creo que soplará sur, sino ocurre ningún contratiempo, a más tardar las diez, estaremos en El Moján.
-Crees tú Miguel? Ojalá así sea.
Se limpió algunas gotas de agua que cayeron sobre su rostro. Una fuerte ráfaga de viento desordeno sus cabellos y María Luz, que desde la salida dormitaba sobre unos fardos, restregó sus ojos.
-Dios mío, si aún vamos por la orilla de La Rosita. Pensé que ya llegábamos.
Miguel no prestó atención a sus palabras. Estaba ocupado izando las velas; ya se habían alejado bastante y la brisa del sur empujaría lo suficiente. María Luz arregló su cabello y se situó estratégicamente, de manera que Miguel pudiera verla. El la observaba tiernamente. Estaba descalza y su falda de grandes flores, atrevidamente sobre sus rodillas. El yodo y la sal marina pusieron en su pecho varoniles deseos de ella, Premeditadamente lo mortificaba. Una blanca gaviota atravesó el firmamento. Había cogido pececitos en el agua y escapaba con su presa.
-María Luz, la quieres?
Dijo Miguel Ángel señalando la gaviota. Sin esperar contestación tomó el fusil que llevaba junto al timón y apuntó:
-No, no Miguel, no la mates!
Trató de levantarse para ir hacia él, pero una fuerte oleada que llego por estribor, golpeó fuertemente la embarcación. Todos los niños hasta entonces habían permanecido tranquilos, medio dormidos, fueron impulsados hacia el otro lado. María Cruz ahogó un grito de angustia y reuniendo todas sus fuerzas, trató de mantener la tranquilidad entre los chicos que lloraban desesperadamente. El tiempo había hecho un cambio brusco. Gruesas gotas comenzaron a caer. La prometedora brisa del sur, habíase convertido repentinamente en un amenazador huracán. El cielo llenóse sorpresivamente de obscuros nubarrones que apresuradamente ocultaron la luz del sol. María Luz, trató de disimular el pánico que comenzaba a  invadirla y con lastimosa sonrisa acercóse a Miguel.
-Migue, Miguel…
Extendió hacia é sus brazos, pero de nuevo una gigantesca oleada de agua y espuma invadió la canoa. María Luz, parada en el centro de la embarcación fue alcanzada peligrosamente y lanzada fuera de borda. El impacto sobre la superficie del agua encrespada fue terrible. Doña María enloquecida, lanzaba gritos de angustia; los niños aferrados a su falda, lloraban llenos de terror. Miguel que hasta entonces había estado ocupado con el arreo de las velas, desesperadamente entregó el timón a María Cruz.
-No deje usted el timón…
Con el alma llena de terribles presentimientos lanzóse al agua. Era fuerte y acostumbrado a las luchas con el mar, pero esta vez tendría que sostener todo el valor en el alma para salvar la mujer que amaba. Una tercera oleada de agua dio en la canoa, ya al garete; María Cruz, en la confusión había abandonado el timón para reunir todos los niños en su rededor… Después de ver caer su hija en el agua, ya no le impresionaba lo peor. Sólo deseaba salvar los pequeños inocentes… Llamaba a Miguel, a María Luz, pero nadie respondía. Con la palidez del terror en su rostro, con labios temblorosos, musitaba alguna oración. DE vez en cuando, entre un marullo y otro, podía ver la recia humanidad de Miguel Ángel que desesperado se hundía una y otra vez en el agua, buscando a su hija. A ella, el terrible dolor de verla desaparecer bajo el agua, ya le había hecho perder el juicio. No entendía, no oía y las brumas que formaba la gruesa lluvia que caía, le impedía ver más allá de la canoa… De vez en cuando, como si fuera una voz de ultratumba, escuchaba a Miguel que le gritaba:
-La he encontrado… se ha salvado… aquí la tengo… Doña María… Doña María…
Pero nadie respondió. La lluvia caía pesadamente sobre su cabeza. Le dolían los brazos y las piernas ya no le obedecían sus impulsos. María Luz, exánime es sus brazos le ponía en el alma una terrible angustia… De pronto, un golpe pesado sobre la superficie encrespada del agua, puso en su corazón un negro presentimiento. Los desesperados gritos de la niños confirmaron sus sospechas y al tratar de ganar la distancia que lo separaba de la canoa, su cabeza hizo impacto con algo duro… su mente atenta y vigilante se volvió gris y ya no pudo más…
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Al mediodía, la tranquilidad de El Moján fue interrumpida. Unos isleños que temprano traían un cargamento de granzón, dieron la noticia. Había naufragado “La Luisa” del viejo Ubaldo de La Rosita. Ellos milagrosamente habían tropezado a tiempo con el naufragio, para salvar todos los ocupantes de la canoa… Menos una, que de acuerdo con los dichos de los niños, era la maestra de La Rosita…
La noche del siguiente día del naufragio, Miguel Ángel no pudo conciliar el sueño. Los sucesos acecidos el día anterior, habían llenado su alma de intensa amargura. No podía apartar de su mente la terrible escena: los niños desfallecientes, medio ahogados, sobre palos y tablas, cubiertos de algas y espuma; María Cruz, radiante y valerosa, dando hasta su último esfuerzo por salvar los chicos y por último, María Luz en sus brazos inconsciente… Después el salvamento y la terrible certeza de la muerte de María Cruz. Todo, todo se agolpaba en su pensamiento y en su alma de hombre fuerte le carcomía hasta el último deseo de vivir.
En el poblado todo era confusión. Los campesinos en pequeños grupos, en la playa, comentaban la desgracia. Las mujeres, entristecidas por la irreparable pérdida de la maestra, lloraban su desaparición. Miguel, en su rancho, insomne  y solo, lloraba en silencio la muerte de María Cruz, salió a la huerta y recostado al añoso tronco de una penda, dio rienda suelta a sus pensamientos. María Cruz había sido casi su madre, porque también es madre la que enseña; habíalo orientado por caminos de sabiduría, convirtiéndolo en lo que hoy era. Su sabia palabra había sido un faro en las tinieblas de su ignorancia y hasta lo había enseñado a amar, en la prolongación de su vida: María Luz. Pero, que desgracia! Ahora que era hombre para la vida y el amor, se la habían llevado nuevamente a la ciudad, junto con la muerta, esta para darle sepultura y a aquella para darle vida… Visa sí, pero la vida que corrompe, la vida de la sociedad con todas sus lacras… La vida del vicio que sepulta las hermosas cualidades… cualidades cultivadas en ella con tanto esmero por su madre María Cruz… Tan dulce, tan sabia, que había preferido dejar la fortuna de una vida cómoda para levantar su hija cerca de Dios, junto a los hombres buenos y sencillos del campo… Pero los parientes… Esos terribles parientes, celosos de sus apellidos y antepasados, se la habían llevado. Posiblemente presentían que ya María Luz estaría enamorada de un campesino… El llanto contenido brotó a sus ojos mientras las manos anchas y fuertes, se crispaban nerviosamente. A largos pasos bajó a la orilla de la playa y sin observar los pequeños grupos de hombres, que a la pálida luz de la luna comentaban aún los acontecimientos, corrió a lo largo de ella, gritando como un loco. Los hombres, en silencio, vieron la alargada figura de Miguel Ángel, alejarse, medio metido en el agua, dejando tras él, un blanco encaje de espuma y sal.
Capítulo VII
Era una mañana de octubre y en la ciudad de Maracaibo llovía copiosamente. María Luz, metida aún en su lecho, observaba como las gruesas gotas que corrían por los cristales de la ventana, parecían interminables lágrimas y cómo en el jardín las coquetas temblaban bajo el agua.
Un delicado toque en la puerta de su habitación, la hizo volver de su arrobamiento.
-Adelante.
Musitó con voz apagada.
Una criada en labrado platoncito le traía jugo de toronja.
-Señorita, buenos días!
-Buenos días tengas, Antonia. Cómo sigue el pequeño, aún con la naricilla enferma?
-Ah mi señorita! Qué muchachito para haber salido con esa naricita tan olisqueona… a usté le parece que habérsela quemado con creolina?
Y mientras María Luz tomaba el jugo de toronja, la criada corrió la cortina sobre los cristales de la ventana y una suave claridad invadió el aposento. Como si algo la hiciera recordar, dijo en forma apresurada:
-Dios mío, señorita, lo más importante que venía a avisarle… Una campesina ha llegado esta mañana, Muy temprano, solicitando verla. Hace rato que está allí, toda mojada, pobrecita!
-Pero mujer, cómo no me habías  dicho nada! Y no dijo quién es? Preguntó nerviosamente María Luz, apresuradamente salió del cuarto. Acurrucada en un rincón, como si quisiera exprimir su propio cuerpo, estaba Carmencita González. La dulce compañera de la infancia, limpia y fragante  como la misma lluvia.
-Carmen!
-María Luz!
Tras un prolongado abrazo, Carmen y María Luz, se besaron tiernamente en las mejillas.
-Estás empapada! En mi cuarto cambiarás esas ropas húmedas…
Tomándola de la mano la arrastró hacia su habitación. En el cuarto María Luz, dominada por extraña excitación, revolvió las gavetas de su cómoda. No encontraba la ropa a pesar de tenerla en las manos.
-Por Dios María! No te preocupes tanto por mí… mirá, ya estoy casi seca.
Torpemente sacudió su falda.
-No, no puedes permanecer así… Ah! Aquí está… ponte esta ropa interior de franela y esta blusa. Estamos en la parte más alta de Maracaibo y en estos días lluviosos es fácil resfriarse…
Carmen en silencio cambio sus ropas. Con una amable sonrisa miró a su amiga.
-María Luz, si supieras a qué he venido, pero… decime? Dónde está esa prima tuya tan antipática de quien tanto me escribías?
-Es haragana y se levanta tarde… A las once por lo menos. Está después como dos horas en el baño y el resto de la tarde lo pasa poniéndose cremas y enrollándose el cabello.
Ambas rieron alegremente.
-Ay amiga! No sabes cómo son estas chicas de la ciudad… sobre todo cuando tienen cierta posición… uf! Si yo te contara cuantas cosas raras tienen. No sé cómo he podido tolerarlas… tal vez por no desairar a tío Cosme…
Carmencita, con una disimulada sonrisa, miraba atentamente a su amiga. Ansiosamente María Luz le preguntó:
-Pero dime, a qué has venido?
Carmen comenzó a jugar con los botones de la blusa y a través de los cristales, miró hacia el jardín. Habló con cierta gravedad:
-María Luz, desde que te viniste Miguel Ángel no dejo de recordarte. Lo hacía con tanta insistencia que todos creíamos que iba a enloquecer. Vivía triste y pensativo… Abandonó las colmenas, su hermosa huerta tan llena de siembras y frutos, dejo que la acabara el gusano… Todo lo tenía olvidado. De noche siempre veíamos su silueta como una sombra, por la orilla de la playa, hablando solo y mirando siempre hacia tu casa… pero sabéis? De algunas semanas para acá está cambiando. Parece que piensa distinto… por allá dicen que se quiere con la maestra, que 4es joven y algo bonita. Eso dicen, porque a mí me parece bastante fea… figuráte: usa lentes y tiene el cuerpo como el de tía Bustacia… Además es mona, muy mona. Todas las tardes anda por la playa con pantalones, como si fuera hombre y con un pañuelo en la cabeza como si fuera una muchacha de postal. Yo la aborrezco y más aún, cuando oigo decir que Miguel Ángel la lleva a su hato y regresa cargada de frutas y flores.
Carmen continuó con vehemencia:
-Porqué no volviste a La Rosita, María Luz? Miguel Ángel te amaba con pasión!
María Luz bajó el rostro con tristeza. El temblor de su barbilla denunció el llanto contenido.
-Yo también lo amaba, Carmen, pero… los sucesos… la vida… me apartaron de su lado. Cuando murió mi madre, tío Cosme me pidió que olvidara el pasado… La Rosita y todo lo que en ella había. Quería comenzar una nueva vida…
-Pero como dejaste que mataran tus sentimientos? No se puede luchar contra ellos!
-Sí, es cierto… pero tío Cosme es lo único que tengo, quien ha visto de mí… no podía contrariarlo.
María Luz quedo silenciosa y por un instante su pensamiento le trajo los gratos recuerdos de Miguel y en sus oídos el vaivén del lago sobre las escolleras grisosas, puso de nuevo su nota cadenciosa. El corazón aceleró su ritmo.
-María Luz, porqué no vais a pasarte unos días en La Rosita? Y Carmen, con entusiasmo, abrió sus ojos redondos.
-Ya Miguel no debe amarme, además… estoy comprometida, lo sabías?
Carmen asintió con la cabeza. Dijo temerosa:
-Por eso he venido, María. Sé que no amáis a ese hombre. Vos a quien queréis es a Miguel y Miguel a quien quiere es a vos!
Las dos suspiraron profundamente. La criada entró nuevamente con dos tazas de café humeante y oloroso. Las dos lo tomaron ávidamente. María Luz dirigiéndose a la criada:
-Antonia, llevaré a mi amiga a San Francisco. Quiero que conozca a mi tío Cosme, prepárenos un ligero desayuno. Quiero salir antes de que despierten tía Sara y Pepilla.
-Está bien, mi señorita.
Al salir la criada María Luz y Carmen cambiaron sus ropas y se prepararon para el viaje.
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En el sector rural de San Francisco, hacía el norte y dando su frente a la verde extensión del lago, tenía su residencia el tío Cosme. Asistido por Teresa, negra tataranieta de algún esclavo de sus antepasados, quien, debido al trato justo y familiar de Cosme, había permanecido a su lado, transcurría su vida, sin problemas ni disgustos. Cosme había sido en su juventud, hombre de sociedad, fino, cuidadoso en todo. En su mediana edad –después de una vida de placeres y satisfacciones- unió su destino a una dulce mujer, de iguales condiciones. Llevaron una tranquila vida hogareña por espacio de varios años, falleciendo ella de enfermedad poco cónsona con su condición y aristocracia: viruelas. Esta terrible desgracia sumió a Cosme en interminable tristeza. Tanta, que considerando la inutilidad de sus muchos haberes en la enfermedad y muerte de su esposa, traspasó la mitad de sus bienes a sus dos sobrinas, María Luz y Pepilla, reservando para él, una pequeña renta que le permitía vivir tranquilo, en la sencilla casita de campo que se hizo construir en San Francisco. Dedicado a la meditación y al estudio, entre las olorosas resedas y nomeolvides, rodeado de libros, con su antiquísimo piano alemán y sus dos perros cazadores, pasaba sus días serenamente…
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Por el camino que lleva a San Francisco, conducía María Luz un pequeño carro negro. Más hermosa que nunca, suelto su cabello los rizos bailaban al viento. A su lado, sencilla y satisfecha, Carmencita sonreía silenciosa.
En San Francisco, aquella mañana lucía brillante y olorosa. María Luz detuvo el vehículo frente a la casa de Cosme. Al bajarse del carro, una dulce melodía llego hasta ellas. Cosme la ejecutaba en el piano. Se detuvieron en la puerta. No querían interrumpir. Cosme, sin volver el rostro preguntó:
-María Luz tal vez?
-Sí, soy yo tío Cosme, pero…  Cómo lo has descubierto si estás tan entusiasmado en tu piano?
-Y cómo no voy a reconocer tu perfume linda mía? Hueles distinto a todas las mujeres. Nuestras abuelas con sus perfumes de albahaca, espliego y azahar, no podrían igualarte!
Con un brusco movimiento, giró en la pequeña silla, dando el frente a las chicas.
-Acércate, querida sobrina.
Cosme con un cariñoso ademán abrió los brazos. María Luz, mimosa, corrió hacia su tío y besándolo tiernamente, acunose entre sus brazos. Carmen, desde la puerta, observaba en silencio. La había cautivado la varonil presencia de Cosme. Habíase imaginado que este era un hombre viejo, rechoncho, con el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. Pero el tío Cosme había resultado un hombre completamente joven y agradable; no aparentaba más de treinta años, aunque María Luz le había dicho que tenía cuarenta.
-Tío Cosme –dijo María Luz zafándose de sus brazos- he venido para presentarte a mi amiga de la infancia: Carmencita González Villalobos, una de las chicas bonitas de La Rosita.
Cosme se levanto y extendió su mano a Carmen. Dijo con notada alegría:
-La única quizás, porque supongo que su sencilla y encantadora belleza, no tendrá igual en La Rosita!
Carmen extendió su mano y los dedos flexibles se comprimieron entre las manos fuertes y suaves de Cosme. Su corazón latió apresuradamente. Era la primera vez que la presentaban de esa manera. En La Rosita no había que presentarse; todos se conocían.
El reloj marco las diez de la mañana. En la cocina, Teresa daba vueltas como una perinola y su falda de múltiples colores, cansaba la vista. Indiferente cantaba una canción:
-“Ay! Si fueran los blancos negros y los negros se blanquearan, ni los blancos ni los negros, por jamás se perdonarán…”
De vez en cuando asomaba por la puerta su cara redonda y obscura, miraba cariñosamente al grupo y continuaba:
-“Dijiste que me querías al saber que era mulata y después me abandonaste, por la blanca ojos de gata…”
La fuerte lluvia  que temprano había caído en la ciudad de Maracaibo, en San Francisco se había convertido en una lluvia menuda, refrescante y olorosa; las acacias florecidas, aún en sus pétalos pequeñas gotas de agua, que temblaban como terroncitos de gelatina. Cosme, esa mañana, lucio varonil, gallardo y gentil y Carmen, subyugada lo observaba en silencio. Cosme dijo a María Luz:
-Bueno, chiquilla, cómo has hecho para escaparte tan temprano? mi cuñada y sobrina debían dormir cuando ustedes salieron de Maracaibo.
-Porque Carmen ha venido de La Rosita, muy temprano y quería que te conociera… Además, ella me trae noticias que tú también debes escuchar…
Cosme, con cierta curiosidad, se dirigió a Carmen:
-Vamos, señorita González, de qué se trata?
Carmen abrió sus redondos ojos. En la punta de la nariz, asomaron gotitas de sudor. Dando vueltas al medallón que colgaba en su pecho, habló con cierta timidez.
-Señor Cosme…
Con una rebuscada tosecita Cosme la interrumpió.
-No me llames señor, dime solamente Cosme… ya somos amigos, no es cierto?
Carmen sonrió amigablemente.
-Bien, es el caso que yo vine expresamente de La Rosita para decirle a María Luz, que Miguel Ángel está enamorado de la maestra… es decir… bueno…
-Cómo, cómo? Y quién es Miguel Ángel?
-Ah! Y usté no lo conoce?
Volvió el rostro hacia María Luz. Quería una explicación. Ella no dijo nada. Con cierto rubor miraba a su tío. Carmen habló de nuevo:
-Ves, Cosme, comencemos desde el principio. Resulta que Miguel fue discípulo de doña María Cruz, que en paz descanse… Carmen hizo el signo de la cruz sobre su cara. Continuó hablando
-Como es lógico, fue compañero de juegos de María Luz. Cuando ella regresó del Colegio, ya él era un hombre y se enamoraron… Cuando murió ahogada doña María, usted se la trajo a ella, pero Miguel no la olvidó nunca… Siguió amándola como siempre… Ahora dicen está enamorado de la nueva maestra y que se casarán… pero yo no creo en ese amor!
Al terminar sus palabras salió al jardín y bajo la Lara suspiró profundamente. Calladamente esperó la reacción de Cosme y María Luz. Cosme frotó sus manos nerviosamente, dio unos pasos por el pequeño salón y se paró delante de María Luz, que impávida, seguía sus movimientos. El la miró fijamente.
-Porqué nunca me dijiste que amabas a un hombre de La Rosita? Y si amabas a ese hombre cómo pudiste comprometerte en matrimonio con otro? Supongo que no amarás a los dos! Qué me dices?
María Luz se quedo en silencio. Había ocurrido lo que siempre temió… Su tío Cosme había descubierto sus verdaderos sentimientos! Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas. Corrió hacia la cocina. Carmen quiso correr tras ella pero Cosme la detuvo.
-Déjala Carmen… es mejor para ella. Cuando haya llorado lo suficiente, sin que yo se lo pida, desahogará sus penas en mí.
La tomó de la mano.
-Ven, siéntate a mi lado, hablemos de nosotros…
La gravedad que momentáneamente invadió su rostro, había desaparecido. Una nueva expresión le asomó a las pupilas. Habló con acento varonil.
-Cuanto te agradezco que hayas venido y promovido esta escena. Hace mucho tiempo que busco en el alma de mi sobrina para saber lo que quiere, pero nada! Todo intento es imposible. Ella es impenetrable. Siempre he presentido que algo íntimamente la hace infeliz…
Cosme cortó sus palabras y por la ventana se quedo mirando como los pajarillos picoteaban las flores de la acacia. Continuó:
-Después de la muerte de su madre he hecho todo lo posible para hacerla olvidar… por ayudarla a vivir de nuevo… Pero es hermética… De ella no conozco más allá de su mundo campesino, sus gigantes cocoteros, sus pájaros, su vida infantil, pero… su mundo interior está completamente cerrado para mí…
Con gesto suplicante agregó:
-Podrás tú, mi dulce niña ayudarme en esta empresa?
Carmen habló con dulzura:
-Cosme, solo puedo decirle que ella a quien ama es a Miguel… aunque se haya comprometido con otro!
Cosme entusiasmado salió al jardín. Arrancó unas flores de la acacia que le ofreció a Carmen. En el rostro de ella asomó el arrebol. Bajó la cabeza, avergonzada. El levanto su rostro tomándola levemente por el mentón y miró hondamente en sus ojos.
-Eres joven, muy joven… pero tus ojos denuncian la prematura madurez del alma. Dime Carmen, no has amado aún?
Ella movió negativamente la cabeza. Su rostro prisionero en su mano ancha y fuerte, la obligaba a mirarle frente a frente los ojos curiosos y mundanos. Con un suave movimiento apartó su cara.
-Es tarde. Debemos regresar a la ciudad. Mañana temprano saldré para La Rosita.
Cosme seguía observándola. Le agradaba su timidez y las cuidadas crinejas en moño sobre la nuca. Con el ramo de flores en las manos, le parecía un digno modelo para un cuadro de Regnault.
Esa noche Cosme no pudo conciliar el sueño. Había llevado a las chicas a la ciudad y al regresar, cierta contrariedad lo invadió profundamente. Quiso sentarse al piano, pero los dedos lacios no obedecieron los impulsos. Teresa le trajo un brebaje caliente que él bebió ávidamente. Se encerró en su habitación. No acostumbraba acostarse temprano, pero esa noche se sentía dominado por una extraña inquietud. SE tiró sobre su cama. Con los brazos cruzados bajo la cabeza, soltó sus pensamientos. Habló para sí:
-Qué me pasa? Por qué pienso tanto en Carmen? Qué he encontrado en esa chiquilla ingenua y sencilla? Sus ojos, su rostro tal vez…? Y María Luz, porqué ha callado tanto tiempo su verdadero sentimiento? A cuál de los dos ama realmente? Será capaz de casarse con alguien que no ama por complacerme a mí únicamente? Tendré que descubrirlo…
Encendió un cigarro y distrajo sus temores con las espirales del humo. Suaves golpecitos en la puerta llamaron su atención: La voz de Teresa se escucho potente:
-Cosme h venido tu amigo el Cura, desea verte.
-Voy…
Salió a atender la visita del Cura.
Cosme y el Cura eran amigos desde que el se había mudado para San Francisco y a pesar de que sus ideas eran incompatibles, se apreciaban sinceramente. Una vez, después de acalorada discusión, quedaron disgustados. No se veían ni se visitaban. Pero un día, cuando a Cosme ya no lo consolaban sus ejecuciones al piano, tomó el camino a la sacristía. En la mitad del mismo se encontró con el Cura; el también venía a buscarlo porque entre sus rezos, feligreses y demás oficios del culto, echaba de menos la compañía de Cosme. Desde entonces no se disgustaron más. Se decían y aclaraban conceptos. Discutían, pero tenían el común acuerdo de despedirse siempre de buena amistad.
-Hola Ramón!
Dijo Cosme al abrir la puerta.
-Qué hay Cosme?
Sonriente se sentó cómodamente en una butaca. Entreabrió un poco el cuello de su sotana y limpió la cara con su pañuelo.
-Parece que quiere meterse el calor.
-Si. Ahora pienso que fue eso lo que no me ha dejado tranquilo toda la tarde. Sufrí de extraño bochorno. Ni Mozart pudo quitármelo.
Rió y anudando la cinta de su bata en la cintura, sentose frente a su amigo. Llamó a Teresa.
-Sí ya sé Cosme, voy enseguida.
Pasado un rato, la negra entró rodando una pequeña mesa y sobre ella tabacos habanos, fósforos, una botella de ginebra y un juego de naipes.  El Cura tomó de la pequeña caja un tabaco que mordió ligeramente en una de sus puntas. Ambos se sirvieron de la ginebra y tomaron pequeños sorbos. Dijo el Cura:
-Cosme esta mañana vi en la puerta de tu casa el automóvil de tu cuñada, pasa alguna novedad en la familia?
Cosme contestó con cierta malicia:
-El automóvil mío dirás. No, no pasa nada. Solo que esta mañana he conocido a la muchacha más dulce y cándida del mundo!
-Ah… Entonces ya no es tu esposa muerta la más cándida?
-Válgame Dios chico, si mi esposa es la más dulce entre las muertas, pero esta lo es entre las vivas, comprendes?
Con un guiño gracioso Cosme se dispuso a llenar nuevamente los vasos. El Cura puso su mano sobre el vaso todavía medio lleno.
-Calma Cosme, no te precipites. Yo no tengo bochorno y además, fuera de María Santísima, todavía no he conocido la muchacha más dulce y cándida.
Bebió un poco de su vaso.
-Qué me cuentas de esa gente. Todavía el segundo marido de tu cuñada sigue sin trabajar?
Tomó los naipes y se dispuso a comenzar el juego. Cosme sin contestar encendió un tabaco y miró fijamente como el Cura barajaba las cartas. Al fin dijo:
-Y no trabajará nunca. Tú sabes cuáles son sus excusas, fuertemente sostenidas por su mujer.
-Nada de eso Cosme… Ellos están empecinados en vivir de lo tuyo. Para que van a trabajar? Tú no tienes hijos que te hereden, de manera que ellos ven su camino muy claro… Pero en cambio cuando la Iglesia necesita algo…Tengo que pedírtelo dos o tres veces… Si no fuera porque sostienes la escuelita parroquial, diría que eres el más avaro del mundo!
Cosme rió con una amplia carcajada.
-Tú sabes que no es así. Yo vivo con lo necesario, pero mis parientes viven a mis expensas.
Ya el Cura había distribuido los naipes y se disponía a hacer la jugada. Cosme lo detuvo.
-Qué te pasa… Salgo yo.
Miró las cartas y tiró sobre la mesa un caballo de copas. El Cura con las cartas puestas sobre la boca, miró largamente a Cosme.
-Juegas o robas del burro?
Preguntó Cosme con interés.
-Paciencia amigo mío…
Sonrió y tiró sobre el caballo un rey de bastos.
-Ves? Sin robar y sin nada ya llevas encima veintitrés puntos!
Cosme observó las cartas en silencio. Tenía contraído el ceño y comenzó a morder sus labios. Inesperadamente dijo con alegría:
-Desafortunado en el juego…. Afortunado en el amor!
Tomó el vaso con ginebra y bebió varios sorbos y mientras cogía carta de los naipes que estaban sobre la mesa, dijo a su amigo:
-Sabes Ramón, hoy descubrí algo que yo ignoraba.
Hizo la jugada con un ocho.
-Sí? De qué se trata?
-De mi sobrina María Luz.
El cura apagó su tabaco en el cenicero de cristal. Tomó un corto trago del vaso y continuó:
-Y qué le pasa a la chica?
Tomó naipes de la mesa. Jugó con un rey.
-Nada de particular. Solo que he sabido que ella amaba a un hombre de La Rosita cuando me la traje a raíz de la muerte de su madre.
-Que en paz descanse!
Dijo el Cura a l vez que anotaba en el papel los puntos de la última jugada. Cosme le preguntó ansioso:
-Qué me dices de lo que acabo de hablarte?
-Que voy a decirte? No me parece raro que una muchacha joven y bonita se enamore.
-Sí, pero en el caso que ella nunca me dijo nada y sin embargo, se comprometió con Ismael.
-Y qué le vas a hacer? Así son las mujeres…
-Pero no me gusta que se case con un hombre que no ama.
Miró sus cartas y nerviosamente rascó su oreja.
-Dame otra carta… otra.
Frunciendo los labios jugó con un siete. El Cura tomó cartas de la mesa y con alegría tiro sobre el siete de Cosme, un rey de espada.
-Te he ganado nuevamente. Hoy estás de mala suerte…
-No lo dudo, el asunto de María Luz me tiene hondamente preocupado.
Contó los puntos de la jugada y anotó en la libreta.
El Cura reunió todas las cartas en un solo montón. Miró a Cosme silencioso.
-Yo tenía entendido que María Luz amaba a Ismael…
-Yo también lo creía, pero ahora con la confesión de esa niña de La Rosita…
No terminó la frase. De un sorbo, bebió el resto de la ginebra en su vaso.
-Yo tengo la solución para ese problema… y muy fácil.
Dijo el Cura levantándose de su asiento.
-Cuál es? Dímela…
Preguntó Cosme ansiosamente.
-Muy sencillo… ponlos frente a frente a los tres.
Cosme exclamó con alegría:
-Hombre! Cómo no se me había ocurrido eso a mí? Ella frente a ellos dos tendrá que reaccionar y de allí sacaré yo mis conclusiones!
Con una franca carcajada Cosme puso punto final a la conversación. Echo ginebra en los vasos y ofreció al Cura.
-Brindemos amigo mío… por nuestra fraternal amistad…
El cura bebió el contenido del vaso. Sacando un viejo reloj de la faltriquera, dijo con tono somnoliento:
-Bien, creo que ya debemos dormir. Son casi las once de la noche. No olvides que tienes en contra sesenta y dos puntos en contra para la próxima partida.
Cosme lo acompaño hasta el jardín y el Cura despidiéndose con una sonrisa, se perdió en la oscuridad de la noche. Cosme  se quedo un rato frente a la casa. Estaba fresca la noche. De trecho en trecho algunos cocuyos encendían sus lentejuelas de luz y los perros noctámbulos retozaban indiferentes en la arena. A su pensamiento vino el recuerdo de su cuñada María Cruz. Habría sido su mujer si ella no hubiera preferido a su hermano Gastón; calabrote, mujeriego y bebedor. Ella creyó enderezar los torcidos pasos de aquel hombre endemoniado y ni siquiera, cuando años más tarde, llegó del extranjero la noticia de su muerte, quiso unirse a él. Prefirió ingresar al Magisterio para trabajar por su hija. Al pensar en María Luz se llenó su alma de preocupación.
-Tengo que encontrar la manera de descubrir lo que quiere!
Tras estas palabras miró por última vez las estrellas y penetró en su habitación.
Capítulo VIII
Aquella mañana de octubre María Luz se levanto muy temprano. Ató sus cabellos con una cinta y se encamino a la escuelita rural. La noche anterior había llegado a La Rosita en compañía del tío Cosme, su novio Ismael, el Cura Ramón, Pepilla y la madre de esta. Por deseo de Cosme, pasarían un fin de semana en La Rosita. Todavía el sol no había aparecido en el horizonte y grandes nubes oscuras mantenían una agradable penumbra en el lugar. No quiso llamar a la puerta de la casita escolar. Aún debían dormir. Se encamino hacia los cerros en la orilla de la playa. Aspiró fuertemente la brisa grata y salada. Observó con cierta tristeza. Todo estaba igual: los lirios florecidos y la alta gaireña  a un lado del rancho, exhalaban su perfume y la extensa pica-pica, humedecida aún por el rocío nocturnal, brillaba como verde alfombra de terciopelo. El olor de la brea y mene de alguna embarcación curada, le llego del lago. Recordó a su madre y sus lágrimas corrieron por su cara. A lo lejos, por la orilla, la silueta de alguien que se acercaba la hizo estremecer. Sería Miguel Ángel? Su corazón como potro salvaje le brincaba en el pecho. Secó sus lágrimas y esperó… De las sombras salió su voz:
-Juana, tan temprano estás despierta…? Voy, espérame… A largos pasos subió el cerro. María Luz comprendió que la había confundido con otra. La invadió un profundo malestar.
-María Luz…!
Miguel Ángel al descubrir quién era quedo paralizado. Un leve temblor invadió todos sus miembros. Su boca abierta, se quedo sin palabras. María Luz aparentando indiferencia, hablo pausadamente.
-Qué tal Miguel?
-María, María… cuanto tiempo sin vernos!
Quiso acercarse pero ella lo rechazó bruscamente. Le dijo con dureza:
-Venias a buscarla –miro hacia el rancho escolar- pues continúa tu camino…
-Cómo es posible María Luz… Me botas así… Después de un año de no verte… Dime, qué te trajo, con quién has venido? Las niñas de la ciudad no se levantan tan temprano.
María Luz, enumerando indiferentemente con sus dedos, contesto mirándolo en los ojos:
He venido por capricho de tío Cosme que quiere pasar aquí un fin de semana; he venido con mi novio y demás familiares… y, para qué las niñas de la ciudad debemos levantarnos temprano? Para hacer arepas y lavar el fondillo sucio de los campesinos?
Miguel Ángel no dijo nada. Una triste sonrisa asomó a sus labios.
-Perdóname María Luz… Pensaba que no me habías olvidado!
Dio media vuelta y se fue al rancho escolar. Con suaves golpecitos llamó a la puerta, como si estuviera acostumbrado a hacerlo todos los días.
-Juana, todavía duermes? Ya sale el sol…
Desde dentro le contesto una melosa voz.
-Miguel! Hoy has madrugado… espérame un momento… ya salgo.
Miguel Ángel mientras esperaba que saliera Juana, se quedo parado en la puerta, de espaldas a María Luz. No quería mirarla. La dureza de sus palabras le golpeaba aún los oídos y una infinita tristeza le carcomía el corazón. Salió Juana y él, silencioso la tomo del brazo y se reunieron con María Luz. Habló Miguel:
-María Luz, te presento a la señorita Juana Hernández, la actual maestra de La Rosita…
Dirigiéndose a Juana:
-Juana esta es María Luz… No tengo que decirte nada más…
Se apartó del grupo y bajó los cerros. Juana inicio la conversación.
-Yo ya la conocía, Miguel me ha hablado mucho de ustedes… de su maestra María Cruz…Cómo encuentra el lugar?
María Luz observaba el rostro de ella. No era tan fea como decía su amiga Carmen y su nariz respingada, le daba cierto aire de niña ingenua. Le miró las manos. En uno de los dedos llevaba el anillo de Miguel. Deseaba arrancárselo pero detuvo sus impulsos. Al fin dijo:
-Todo está igual, la misma monotonía… me he levantado temprano para decirle adiós para siempre a este lugar…
-Cómo… es que no piensa volver?
-Volver? Para qué? Mucha razón tuvo mi madre cuando quiso sacarme de este villorrio…
-Tenía entendido que su madre amó es lugar…
-Sí, pero para mí quería otra cosa… No quería que yo también fuera una mediocre maestrita rural –con rabia miró a la maestra- embrutecida, sin futuro…, Entre chivos y pescadores…
Juana no contestó. Sus labios temblaban como bordes de una honda herida. Corrió hacia la casita escolar, cubriéndose el rostro con las manos.
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Al mediodía, Miguel Ángel quiso conocer a Cosme. Se dirigió al hogar de Carmencita donde ellos habían pernoctado. Igualmente quería  volver a ver a María Luz. Cuando llegó a la casa de Carmen, Cosme y el Cura conversaban en la enramada. Pepilla y su madre, sofocadas se abanicaban con cartones y María Luz, recostada en un chinchorro, estaba pensativa. Cosme con malicia, observaba sus reacciones y a su lado Ismael, su prometido, indiferente, hojeaba una revista.
-Buenas tardes…
Miguel Ángel sacó de su cabeza el alón sombrero de paja.
-Buenas tardes caballero…
Contestaron Cosme y el Cura. Los otros observaron al recién llegado. María Luz no levantó su cara.
-Soy Miguel Ángel, antiguo discípulo de doña María Cruz y gran amigo de María Luz.
Dijo Miguel a manera de presentación.
-Pase usted amigo, mi cuñada me hablaba mucho de usted.
Cosme y el Cura se levantaron y extendieron sus manos a Miguel. El las estrecho con efusión. María Luz se levanto del chinchorro, se dirigió a su novio y tomó sus manos entre las suyas. Dio el frente a Miguel y lo miró con ojos desafiantes. Cosme observó con interés aquel gesto de su sobrina. Miró al Cura, éste hizo con su cabeza un leve gesto de asentimiento. Cosme llamó a Ismael.
-Miguel Ángel, quiero presentarte a Ismael, el novio de mi sobrina y quizá muy pronto su mujer.
Dirigiéndose a María Luz, le dijo con malicia:
-Y en esa forma es que tú recibes a tu amigo de la infancia?
Miguel Ángel adelantándose contestó:
Ya nos hemos visto, Don Cosme, esta mañana muy temprano en la playa.
-Ah! Ya ustedes se habían visto…
Miró a Ismael que indiferente encendía un cigarro. Volvió sus ojos hacia el Cura y él, apretando la boca, abrió los ojos con sorpresa.
Ismael tendió su mano fina y cuidada a Miguel, que la estrecho entre las suyas fuertes y rudas.
-Mucho gusto…
Dijeron ambos. Se sentaron todos y conversaron. Cada uno a la vez. En la cocina, Carmen y su madre se afanaban en la preparación de la comida. Carmen sabía que a Cosme le gustaba comer bien y quería complacerlo. El resto de las mujeres se unieron a ellas. Cosme premeditadamente invitó a Ismael a seguirlas y dejo a Miguel Ángel solo con el Cura. Ambos se miraron. El Cura inicio la deseada conversación.
-Has vivido siempre aquí hijo?
-Bueno Padre… mi vida ha sido un poco accidentada, pero general mente es aquí donde he vivido.
-Estás casado?
-No.
Y no has pensado en hacerlo?
Miguel Ángel se quedo un corto rato pensativo. Suspiro profundamente.
-Una vez… una vez amé a una mujer… la hubiera hecho mi esposa, pero…
-Qué pasó… murió?
Dijo el Cura como si nada supiera al respecto.
No, vive… es María Luz…
-María Luz, pero ella se casa con otro…
-Sí, lo sé… y estoy resignado.
El Cura, enternecido por las últimas palabras de Miguel, lo invito para la playa. A lo lejos, Isla de Toas, como la ondulante silueta de una mujer, recorta el horizonte y los buchones buscando pececitos en el agua, abrían el abanico de sus alas. Se sentaron sobre el casco medio enterrado de una vieja canoa. El Cura comenzó la conversación nuevamente.
-Miguel Ángel, tú crees que Cosme se ha movilizado hasta La Rosita únicamente para pasar un fin de semana?
-Así me lo han hecho creer.
-Pero no es así, sabes a que ha venido?
Y el Cura se dispuso a hablar claramente.
-Simplemente, para descubrir el enigma de María Luz.
-Qué enigma?
-Cómo… No te das cuenta?
-No Padre. Ciertamente no.
-Tú eres parte importante en este misterio y debes estar bien informado. Como sabes María Luz está comprometida en matrimonio con Ismael, pero Cosme no quiere casarla, sin estar antes seguro de que lo ama realmente.
-Pero yo no veo misterio en eso Padre.
-Está bien, pero… Cosme con esa intuición que lo caracteriza, ha descubierto que su sobrina no ama al hombre con quien quiere casarse.
-Eso es absurdo. Si no lo amara no se habría comprometido con él. Yo conozco bien a María Luz…
-La conoces –rio el Cura- bien poco conoces los caprichos femeninos!
-Bien Padre, y si fuera como Cosme supone, qué harían?
-Sencillamente no habría boda!
-Eso es imposible… ella ha dado su palabra de matrimonio a su novio. No estaría bien que aceptara eso…
Qué importan las palabras, cuando el corazón dice otra cosa!
-Ya su corazón lo ha dicho… se casará con él.
-Pero ella te ama a ti…
Dijo el Cura tajante. Incrédulo, Miguel Ángel habló:
-Si usted hubiera oído como ella me trató esta mañana, sabría… como lo sé yo ahora, que ya no me ama.
-Te ha tratado mal?
-Muy mal… de una forma despiadada…
-Cuando ella te maltrató, estaban solos?
-No, me acompañaba la maestra.
-Ah! También estaba ella… entonces, hijo mío… no cabe la menor duda… María Luz te ama todavía!
-Yo no lo creo… Estoy firmemente convencido.
El Cura sin hacer caso de las palabras de Miguel, le golpeó suavemente la espalda. Le dijo con voz paternal:
-El amor ha venido a buscarte a La Rosita!
-Yo no lo creo… Hay verano, será largo tal vez… no hay suspiros ni resina de cari-cari… los araguaneyes no florecerán aún…
Como sonámbulo se levantó y tomó el camino hacia la orilla del lago. La suave brisa vespertina le trajo al Padre las últimas palabras de Miguel:
-Sin ella ya no habrá primavera, ni siembras, ni frutos… arena solamente, viento y sal.
El Cura no conocía aquellos estados febriles de Miguel. Tuvo temor y corrió a su lado pero Miguel se perdió entre los matorrales amparado por la semioscuridad del atardecer. Oyó cuando se tiró al agua. El Cura se lleno de desesperación. Gritó con fuerzas.
-Miguel… Miguel… Qué haces, has perdido el juicio?
Nadie contestó. El Cura dijo con voz apagada:
-Pobre muchacho…
-No se preocupe Padre…
Una voz, en la oscuridad que ya lo envolvía todo, se escuchó sonora; el que hablaba se acercó.
-No sabe usted que nuestro Miguel Ángel, desde que murió ahogada la maestra María Cruz, que en paz descanse –se persignó- y se llevaron para Maracaibo a su amor María Luz, le dan frecuentemente esos ataques de locura? Solo le pasa después que sale del agua.
-No diga eso compadre, Miguel no sufre de locura… lo que pasa es que es macho y cuando un hombre se enamora anda como cabra que no tiene por dónde meter la cabeza!
Dijo el que lo ayudaba a empujar la canoa. Continuó:
-Todos los hombres sabemos, con el perdón del Padre, que esa vaina es seria!
-Jesús María y José –alegó el Cura temeroso- está muy oscura la noche para esas palabrotas, criatura…
-Pero sabrosa para coger robalos Padre.
El hablaba escupió más negro que la noche. Sacó del bolsillo del chamarro una bolita de chimó que tiró en su boca. Volvieron a su tarea.
-Hasta luego Padre, no se preocupe por Miguel Ángel… ya le pasará. Regrese por la veredita que sube al cerro.
Otro del grupo agregó:
-Si tenemos buena pesca serán para usted los más gordos!
-Bien hijos míos… vayan con Dios…
Recogiose la sotana y con la agilidad de una gacela subió a trancos por la vereda del cerro.
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Cuando el Cura Ramón regresó a la casa de Carmen, todos conversaban alegremente. A un lado de la enramada, sobre las ardientes brazas ensartados en un largo punzón, varios pescados sudaban su manteca y en la olla, los blancos trozos de yuca danzaban a la música del hervor. Cosme lucia feliz. A su lado, Carmen lo atendía solícita. María Luz, desde que Miguel se fue a la playa con el Cura, indiferente a lo demás, dormitaba recostada en una hamaca, simulando un fuerte dolor de cabeza. Al entrar el Cura, Cosme lo llamo a su lado.
-Ramón, mientras Carmen me prepara un poco de café, hablemos un rato los dos.
Carmen penetró en la cocina y ellos se sentaron, premeditadamente, cerca de Ismael, que indiferente al lado de Pepilla, se distraía con el humo de su cigarro. Cosme quería que indirectamente, Ismael escuchara lo que iba a decirle a su amigo Ramón.
-Ramón… he estado pensando, que cerca como está la boda de María Luz con Ismael… yo debía arreglar mis asuntos.
Hizo una seña de entendimiento al Cura, éste agregó:
-A qué asunto te refieres?
-A los de mis bienes…
-Pero tus bienes los pasaste a tus dos sobrinas, no?
La mitad de ellos… Quiero dejar lo demás a Pepilla, porque… -alzó un poco el tono de su voz- María Luz tendrá su marido que vele por ella, distinguido, de buena sociedad, con alguna proporción económica, en cambio… la pobre Pepilla, que no es tan hermosa que digamos, sólo tiene padrastro haragán y una madre envanecida. Pobrecilla!
-Y crees que eso agradará a Ismael?
-Bueno… yo creo que él no se casa por el dinero de mi sobrina… creo que sencillamente la ama… Él es joven … puede hacer dinero…
-Le notificarás tu decisión antes de que se case con María?
-Para que se lo voy a notificar… Él la ama y nada más…
Ya Carmen venía con dos tazas de humeante café. Las dio a los dos y se sentó entre ellos. Cosme saboreó los sorbos y con cierto disimulo miró hacia donde estaban Ismael y Pepilla.
-Ismael –susurró Pepilla a su oído- has oído lo mismo que yo?
-No, no he escuchado nada… Porqué?
Ismael quería ocultar la desagradable sorpresa que le habían causado las palabras de Cosme. Ella, con una inusitada alegría en la cara, se levantó de su lado y corrió hacia donde estaba su madre, que hurgaba con un palo los carbones del brasero. A su oído habló en silencio.
-Uy Pepilla, hija mía… Tú no conoces a Cosme… Debe estar borracho… Darte toda su herencia…?
-Despreocupada rió alegremente. Con el palo rasco la panza de los pescados.
Ismael se había quedado inmóvil. En su rostro se notaba un gran disgusto, miró a Cosme, éste, disimuladamente volvió el rostro. Se levantó y fue en busca de Pepilla. La tomó por el brazo.
-Ven Pepilla, mientras sirven la cena, caminemos un rato… está bella la luna…
Pepilla lo miró azorada.
-Y María Luz… No la invitas?
-No ves que ella se ha fastidiado… está durmiendo!
Caminaron frente a la casa. Cosme y el Cura estaban atentos. Ismael habló con voz melosa.
-Pepilla… Esta noche estás hermosa… no me había fijado antes, tan detenidamente en ti…
Escondidamente trató de tomar su mano entre las suyas, pero ella asustada, las apartó bruscamente.
-Ismael, tú estás comprometido  con María Luz…!
-Sí, pero ni ella me quiere ni yo la quiero. Tú me gustas!
-Entonces, porqué te comprometiste con ella?
-Bueno… tú sabes… Por Cosme… Siempre me hablaba de ella…
-Pero te casarás con ella…
-Ojalá pudiera romper ese matrimonio… gustoso me casaría contigo.
-Pero nunca me manifestaste nada. Siempre demostraste un profundo y verdadero cariño por ella…
-Uf! Pepilla… Muchas veces uno tiene que actuar contra sus sentimientos… Te repito… Tú eres la que me gusta!
-Yo…
La frase de Pepilla quedó trunca. Cosme se acercó… Ya había escuchado lo suficiente. Carmen y su mamá Ester repartieron trozos de pescado y yuca y la cerveza derramó su espuma en la arena. Todos comieron hasta saciarse. A lo lejos un gallo anunció el amanecer y un campesino borracho, en las cuerdas de su cuatro, templaba su voz.
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Aquella noche, Miguel, insomne, la había pasado en el huerto experimental. Sus dedos nerviosos pulsaban la cuerda de su guitarra.
-Mañana se irán… Y todo quedará igual. Volverán los pescadores con sus redes viejas y yo andaré una y mil veces el mismo camino… Ella se casará con él… Tendrán hijos… Serán felices…
Bajo el rostro. Sus labios entreabiertos se bebieron las lágrimas de hombre ardiente y enamorado…
Capítulo IX
El viejo Ubaldo sentado a la orilla de lago, bajo la sombra de los cocoteros, observaba su obra: por encargo de Miguel, había terminado de arreglar “La Luisa”, pero lo mortificaba una idea: Porqué ese afán de él por arreglar la vieja canoa donde había perdido la vida la buena maestra María Cruz? Habló para sí.
-Qué locura de hombre… Esta canoa debe estar maldita y sin embargo se empecina en ponerla en servicio!
El recuerdo del inolvidable naufragio le heló la sangre en las venas. Con cara de conformidad se levantó del suelo. Sacó de chamarro desteñido una pelota de tabaco en rama y la mascó ávidamente.
Al alejarse por la orilla el viejo Ubaldo, la armazón de su largo cuerpo se dejaba llevar por el viento y los harapos que lo cubrían, tremolaban como banderas de serena felicidad. Desde lo alto del Cerro, Miguel Ángel observaba la labor de Ubaldo y al ver que se alejaba comprendió que había terminado. Satisfecho observó como en la proa de la canoa varada en la orilla, se estrellaban las olas, Orlando su casco de espuma. Tenía en la mano una carta que estrujó nerviosamente.
-Maldito Cura… Sabe que esto me hace sufrir y sin embargo me lo comunica… qué me importa que ella se case con otro? La boda se efectuará el veinte, pues bien… la víspera ya estaré lejos… En la profundidad del mar… Donde debo estar… Con el viento, con Dios, con lo que no traiciona…
Un poco más sereno agregó:
-Tengo diez días para arreglarlo todo.
Aquella mañana de diciembre era brillante y esplendorosa. Las pendas, los caimitos y las resedas, lucían su follaje. Miguel Ángel revolvía todo en su rancho. Afuera, en la enramada, estaban sus discípulos. Comentaban entre sí, la extraña resolución de él. Aquiles, el más sereno y fornido de todos, habló:
-A mí siempre me ha parecido que este Miguel hace tiempo anda medio loco. Tiene unas vainas muy raras… A usté le parece… Cuando ya estamos encarrilaos… Cuando ya tenemos los granos para la consignación, ocurrírsele que va a viajar… A lo mejor es que ni él mismo sabe pa’ onde va…
Agregó otro:
-Yo creo que habiendo nosotros empleao nuestro tiempo en aprender lo que nos enseña y lo que es más importante… Nuestros cobritos que hemos metió en la cooperativa agrícola… Tenemos derecho pa’ detenelo… si se nos va? Qué será de toda esta lavativa… porque en eso de la agricultura, nosotros estamos como muchacho recién pario…
Habló de nuevo Aquiles:
-Entonces, carajo, porqué dejamos que se nos vaya… Tenemos que detenelo…
Con gesto enérgico golpeó la mesa rústica y se levantó del taburete. Se dirigió a la habitación de Miguel. Los otros lo siguieron. Golpearon fuertemente en la puerta.
-Qué ocurre?
Miguel abrió la puerta. Cierto disgusto se notaba en su rostro.
-Qué les pasa a ustedes?
Ante la inquietante mirada de Miguel, todos se recogieron de nuevo en su habitual sencillez, pero Aquiles, eufórico aún, dijo con energía:
-Aquí va a pasar una vaina muy seria Miguel y nosotros…
-Si… ya sé de qué se trata…
Se sentó en una banqueta y encendió un cigarrillo que aspiró varias veces nerviosamente. Aparentando serenidad les dijo:
-Alguno de los aquí presentes puede resolver mi problema como yo he resuelto los de ustedes? … vamos… Quién puede?
Se levantó. Con una mirada de comprensión se dirigió a todos.
-Es lógico que ustedes piensen que yo únicamente puedo enseñarlos, que sólo por mí hay cosechas, que a mi pericia se debe la buena venta de los frutos, pero… A mí quién me ha enseñado todo eso… Nadie… Los maestros que ustedes también pueden buscar… los libros! O es que creen que yo estudié en alguna escuela técnica… No… Soy igual a ustedes, tengo el mismo humilde origen, la misma inteligencia quizá…
Aspiró nuevamente el cigarro y habló un poco más sereno.
-Con mí gran voluntad he hecho todas las cosas… Ustedes pueden hacer lo mismo… Qué más quieren entonces de mí?
Aquiles contestó apesadumbrado:
-Que no nos abandones, Miguel…
Agregó el viejo Ubaldo:
-Lo que dices es cierto, Miguel, pero nos hará falta tu apoyo moral, tus sabias indicaciones –agregó filosóficamente- una canoa puede ser muy buena, estar muy bien equipada, pero a falta de un buen timonel puede naufragar… Y lo que es más importante, nuestros cobritos… Que con tanto trabajo hemos reunido, se nos volverán sal y agua… Qué nos haremos nosotros sin saber qué hacer con la cooperativa?
-Sí… sí… sí es verdad…
Agregaron otros. Miguel se paró ante la ventana que daba al jagüey. Las recientes lluvias lo habían desbordado… En el centro los patitos de agua picoteaban los trocitos de limo y el hermoso araguaney, bañaba su sombra en el agua barrosa. El recuerdo de María Luz invadió  su pensamiento. Su mirada se volvió ausente. Habló en voz baja.
-Se casará el veinte… y todo habrá terminado…
Como sonámbulo  entró en su cuarto, tomó la guitarra que colgaba en la pared y sobre ella, con furia, descargó todo su dolor! Los hombres lo habían seguido y absortos lo miraban. Aquiles habló con tono airado:
-Qué cosas te ocurren Miguel…? Hace tiempo que tus locuras nos tienen envainados a todos.
Miguel, con ademán altanero camino hasta el centro de la enramada, miró a los hombres con ojos febriles, les habló suplicante:
-Es que no tengo ni el derecho a morir?
Todos se miraron con asombro. Aquiles con un hondo suspiro abotonó su chamarro. Con su mano callosa y ancha se acarició el mentón. Miro sus compañeros. Aliviado, les habló:
-Qué podemos hacer… Está enamorado el hombre!
---
Después de la discusión de Miguel y sus hombres, transcurrió en el huerto experimental una semana de febril agitación. Con mucho tino, Miguel impuso a cada uno su responsabilidad. Aquiles, que consideraba el más inteligente, fue designado director del grupo. Les entregó los libros de agricultura y los implementos de labranza. Le hizo saber su deseo de dedicar, en caso de que él faltara, su vieja casona para local permanente de la escuelita rural. Con Lucina, “La Cabrita”, habló muy especialmente.
-Lucina, quiero que te encargues de mantener mi hato, en el mismo estado  en que yo lo he tenido siempre y aunque se destine para local de la escuela, por mi voluntad, tú serás la encargada de su orden y limpieza…
-Pero Miguel, -pestañeo repetidamente- cómo creéis que voy a meteme a cuidar un rancho que primero lo habéis dedicado pa’ otra cosa. Si no le caigo bien a la maestra, me botará como a una perra…
-No te botarán como una perra… Es mi voluntad! Además, si haces bien las cosas, si limpias, mantienes el orden, cuidas las flores, en fin, colaboras en el mantenimiento de todo esto, en vez de botarte te lo agradecerán… Te botarán cuando bebas aguardiente.
-Estáis equivocao, Miguel, yo, entre esta gente huelo a chivo… No veis que soy pobre? A mí no me querrá la maestra ni que deje de beber caña.
-Y quién es rico en La Rosita? Todos somos pobres, todos bregamos, unos con menos vicios, otros con más virtudes, pero todos luchamos igual por la subsistencia.
-Bueno, vos siempre convencéis. Tenéis una palabrita especial pa’ cada cosa… acepto y me siento muy honrada por tu “descogencia”…
Lucina miró a Miguel con profunda satisfacción. Una sonrisa de orgullo embelleció su rostro marchito.
Capítulo X
Era veinte de diciembre y según lo que le comunicó el Cura a Miguel Ángel, en su carta, ese día contraería María Luz, matrimonio con Ismael. Miguel estaba deprimido. Desde hacía días no afeitaba su barba. Echado con indolencia en una hamaca colgada en la enramada de su hato, dejaba vagar sus pensamientos. El viejo reloj sonó las nueve de la mañana.
-A esta hora María Luz estará uniendo su vida a la de Ismael…
Dominado por su extraño delirio, llamó con voz desesperada.
-Aquiles… Aquiles! Tráeme mi mula… debo salir enseguida…
Lucina acudió solícita.
-Aquiles no está, Miguel, muy temprano se ha ido, pero te dejó todo preparado para tu partida… Dijo que no quería verte ir.
Miguel no escuchaba. Como un sonámbulo camino hasta la mata de guácimo donde estaba el animal, montó en ella, espoleó sus ancas y partió como un paria adolorido. Lucina corrió tras él, al llegar al portón de la huerta no pudo seguir. La ahogaba la angustia y la ansiedad. Un terrible presentimiento se apoderó de ella. Todo su cuerpo temblaba como cervatillo asustado. Lloraba desconsoladamente.
-Miguel… Miguel… Te vas así sin decir adónde … sin afeitarte, sucio… Pobre Miguel.
Siguió llorando.
En Maracaibo, horas antes del matrimonio, Cosme había sostenido con su sobrina una interesante conversación:
-María Luz, todavía estás a tiempo… si no lo amas, no estás obligada a casarte con él!
-Pero tío Cosme, desde hace una semana me martirizas con el mismo tema. Ya tengo casi un año comprometida con Ismael, todo mundo sabe que hoy nos casaremos, además, como voy a dejarlo plantado si él me ama?
-Estás segura?
-En amor una nunca está segura de nada tío Cosme… Se hacen las cosas porque hay que hacerlas.
-Te equivocas, sobrina mía… El amor verdadero es lo más sublime… Son las lágrimas en los ojos, la angustia en el corazón, la rabia en el ánimo, la incertidumbre ante la acción, el deseo de querer olvidar sin poder lograrlo… en fin, todo eso que llevamos metido muy adentro en el alma, que se revela ante nuestra voluntad o razonamiento.
Agregó:
-Cuando se hacen las cosas porque hay que hacerlas, querida mía… Allí no hay amor!
-Entonces, tío Cosme… Yo no he amado nunca!
-Y a Miguel, no lo amaste entonces?
Una súbita expresión de rabia asomó en el rostro de María Luz.
-Miguel? Si hubieras visto la manera desvergonzada en que me confundió con la ociosa maestra! No viste que ni siquiera  volvió al rancho la noche que pasamos en La Rosita? Debe quererla a ella!
Cortó sus palabras. Un hondo suspiro se escapo de su pecho. Cosme habló.
-Me ha dicho mi amigo el Cura, que esa noche Miguel Ángel le dijo…
María Luz interrumpió sus palabras.
-Calle, tío Cosme. No quiero escuchar las mentiras de Miguel… Cómo susurraba en su oído en la puerta de la casita escolar… ¡
Dio media vuelta, entró en su cuarto que cerró de un portazo. Cosme le gritó a través de la puerta:
-Se trata de tu felicidad… Por ella doy todo lo que tengo… Qué importa que se hayan repartido invitaciones y que todos esperen en la Iglesia?
Agregó golpeando la puerta fuertemente con sus puños.
-Si no lo amas, no te cases con él… Te lo pido por tu madre!
Cosme escuchó el llanto de ella. Desde dentro le gritó con grosería:
-Sí… me caso con él! Aunque tú no lo quieras… Aunque no lo quiera el canalla de Miguel Ángel…
Siguió llorando convulsamente. Cosme continuó desafiante:
-Él supo de tus amores con Miguel, sabe que lo amas todavía… Sin embargo se casa contigo… No lo hará por tu dinero?
María Luz contestó con voz histérica:
-Aunque lo haga por dinero… Es con él que me caso…
Cosme contestó resignado:
-Sea, María Luz, como tú lo dispones!
Ella siguió llorando desconsoladamente.
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La Iglesia de San Juan de Dios estaba de fiesta. Las naves laterales repletas de invitados. Habíase dado cita lo más granado de la sociedad maracaibera. Todos lucían sus mejores galas. Esa mañana, Ismael Ortín y Fernández, pobre, pero de linajuda familia, uniría su destino al de María Luz Romero Urdaneta, hermosa heredera del conocido ricachón Cosme Romero. En el coro, las notas sonoras del órgano ponían en el ambiente la dulzura de un Ave María. La fragancia de las damas se mezclaba al místico olor del incienso. María Luz, del brazo de su tío, hizo la entrada en el templo. La pálida belleza de su rostro, parecía una azucena entre la blanca espuma de las gasas. En el Altar, rigurosamente vestido, la esperaba Ismael. Lucia radiante. Con ojos complacientes, lleno de vanidad y orgullo, veía acercarse la hermosa, que le había arrebatado al hombre más macho de La Rosita del Moján…! En el silencio del templo se escucho la voz grave del sacerdote. Con tono de mansedumbre que imitaba al Nazareno, habló a los contrayentes de sus deberes y obligaciones. Disponiéndose a bendecir la unión, pregunto con voz sonora:
-Ismael Ortín y Fernández, aceptáis por esposa y compañera a María Luz Romero Urdaneta?
Ismael miró a su novia. Una terrible expresión en sus ojos le causo inquietud. Contestó:
-Sí la acepto…
El Cura se dirigió a María Luz.
María Luz Romero Urdaneta, aceptáis por esposo as Ismael Ortín y Fernández?
María Luz levanto los ojos y detenidamente miró al sacerdote, luego su mirada busco el rostro de su tío. Lo vio pálido, con la cara inclinada, le vio rodar el llanto por sus mejillas. Cosme midió el silencio de su sobrina, una extraña sensación de terror y alegría lo invadió todo. Miró a María Luz. Sus ojos se encontraron. Un pensamiento de inteligencia se cruzó entre ellos… Ella sin proferir palabra alguna, dio media vuelta, tomó la cola de su vestido entre sus manos y corrió a todo lo largo del Templo.
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En el portón del hato de Miguel, María Luz detuvo la marcha de su carro. Bajo los efectos de una angustiosa emoción, corrió hacia adentro. Llamó desesperadamente.
-Miguel…, Miguel…, ven… no me caso… es a ti a quien amo…
Nadie le contestó. Se tiró en la hamaca. Desconsoladamente descargo su amargura. Lucina salió de la cocina. Sorprendida, se acerco a María.
-Señorita María Luz…!
La sorpresa paralizo su boca momentáneamente.
-Pero qué ha pasado… Y el novio… Hoy se casaba usted…
María Luz movió negativamente la cabeza. Asombrada exclamó Lucina.
-Dios mío…! Y lo peor es que Miguel Ángel también se ha ido… No se sabe adónde –sollozaba- se ha matado tal vez…!
-No… no… tú mientes Lucina… No es posible que me quede sin él. Vamos… Vamos a buscarlo…!
Arrastró a Lucina hacia el carro. Fueron Hacia  la playa. Allí estaban reunidos todos los discípulos de Miguel. Al ver a María Luz en aquel traje, se imaginaron lo que había pasado. El viejo Ubaldo, que sentado sobre un tronco mascaba chimó, escupió y con satisfacción exclamó gozoso:
-Yo sabía que María a quien amaba era a Miguel… y lo ama todavía…
Ninguno de ellos se movió ni dijo nada. Estaban acostumbrados a la inmovilidad cuando no sembraba o pescaban. Eran hombres silenciosos. Se quedaron observando las dos mujeres. Lucina, con fuerza hombruna empujó hacía el agua un pequeño cayuco, dándole una palanca, metió en el a María Luz.
-Ves aquella canoa…? Es La Luisa… Si Miguel no se ha ahogado aún allí lo encontrarás… Sopla norte… Rema con fuerza…
Los hombres se acercaron a la orilla, con voz emocionada ella les dijo:
-Muchachos... por si acaso a ella le pasa algo… vayan ustedes en otra canoa… a cierta distancia, que ella no los vea.
Dió unas palmadas en la espalda a Ramón, el más fornido y saludable:
-Tu nadas bien… puedes ayudarla si algo ocurre…
Lucina, satisfecha, regresó al hato de Miguel. Estaba nerviosa. Rezaba alguna oración. Pasado un corto rato llegaron los hombres. Estaban contentos. Ella se llenó de esperanzas.
-Qué paso?
Les preguntó con ansiedad.
-Que va a pasar, mujer… que se encontraron. Él la reconoció a lo lejos, se tiró al agua y la recibió en sus brazos… Le arrancó los trapos esos blancos que tenía puestos y nadaron juntos hasta la embarcación… Al rato izaron las velas y La Luisa tomó rumbo hacia el norte… Hacia la felicidad… Hacia el amor…
-Hacia Toas…!
Recalcó el viejo Ubaldo. Todos escucharon entusiasmados. Lucina, con el sucio trapo que hacía de delantal, enjugo sus lágrimas.
-Bien muchachos, que les parece si festejamos nosotros el matrimonio de Miguel y María Luz con un buen almuerzo y una sabrosa parranda…?
-Muy bien!
Dijo Ubaldo sin dejar de mascar.
-Pero sin caña eh…?
Todos rieron a carcajadas y el rostro de Lucina, por primera vez en su vida, se lleno de rubor!
Fin

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