Toas es una novela escrita por Elvira Rodríguez y no publicada hasta ahora, cuando la ponemos a disposición de nuestros lectores:
Novela
Introducción
En la jurisdicción de Mara, a
orillas del cálido lago sombreado por verdes palmeras y cujíes, hay un
romántico bello caserío denominado La Rosita del Moján. Su escuelita federal,
allá por los años treinta, era su única obra social en ese entonces.
La vida en La Rosita transcurría
tranquila: nada, fuera de uno u otro acontecimiento sin importancia, rompía su
monotonía habitual. Tenía sus diversiones propias: en marzo, cuando los fuertes
vientos traían las algas y el agua del mar, los peces acostumbrados al agua
dulce del lago, aletargados por la sal, como si estuvieran bajos los efectos de
una borrachera, eran arrastrados por las ondas hasta la orilla y a lo largo de
la playa, sus blancos vientres bajo la luz del sol, simulaban un permanente
“flash”. Los hombres más pobres, pues casi todos eran pobres, recogían estos
peces para aprovechar sus “buches” y los chiquillos, indiferentes y fornidos,
alegres y tostados por el viento y el sol, buceaban en el agua las extrañas
plantas marinas, que la continua corriente traía de las cercanas riberas. Dos o
tres veces por semana llegaban de los distintos puertos del Estado, las
embarcaciones del lugar. Unas eran grandes, con motor, otras, la mayoría,
chicas canoas que se hundían hasta la borda con el peso de su carga, producto
de las ventas de yuca y patilla, símbolo y flor de La Rosita; en las hermosas
noches de junio, las canoas rasgaban la serenidad del lago, mientras los
róbalos al pom, pom de la palanca, cual danzarinas de plata, bailaban su última
ronda.
Los habitantes de La Rosita eran
hombres fornidos y altos; sus mujeres, la mayoría, sanas y fuertes. Casi todos
eran descendientes de isleños que dedicados a la explotación de la piedra
caliza y a la pesca, encontraron en la orilla de sus playas, espacio y
facilidades para el oficio. Podría decirse que los grandes hornos para quemar
piedra, ruinosos y abandonados, en la orilla y cerros de la playa eran la
huella ancestral de aquellos hombres de Isla de Toas.
La escuelita rural estaba situada en un pintoresco lugar. Era una linda y
humilde casita de mampostería y techos de zinc. Se componía de una sala grande,
un cuarto pequeño, una enramada de palmas y una espaciosa cocina, también de
palmas y como para que fuera más hermosa, a cada lado de la misma, en las
colmenas, zumbaban su canción de miel las doradas abejas.
La escuelita era regentada por
una maestra, se llamaba María Cruz…
Capítulo I
Por el viejo portón que cerraba
la entrada al huerto de la escuela, entraron varios señores. Todos eran hombres
cuarentones. Uno alto y gordo, dos de mediana estatura, uno flaco y alto y otro
bastante pequeño, en cuya calva cabeza relumbraban los reflejos del sol. La
llegada de estos personajes causó gran revuelo en la escuela.
-Maestra, maestra, allí vienen
unos hombres.
Y Juancito, el más pequeño de los
chicos, que entre letra y letra jugaba a las métricas, llegó con la noticia.
-No maestra, me parece que son
policías… traen una cara muy tiesa.
Agregó Pompilio, el más inquieto
de la clase, quien parado en la mitad de la enramada, señalaba hacia el portón.
Neón, el fiel perro de la escuela, salió a olfatear, mientras el resto de los
niños se levantaban de las banquetas.
Entre tanto movimiento, María
Cruz se quedo sentada. Sus largos cabellos húmedos aún por el baño matinal,
secábanse en la brisa. La inesperada visita la llenaba de inquietudes
sospechas. En los ocho años que llevaba de maestra en La Rosita, era la primera
vez que llegaban personajes extraños. Quienes serían? En su mente, acostumbrada
a la apacibilidad, aparecieron angustiosos pensamientos. Sería el Inspector de
Escuelas? A su memoria vino el recuerdo de todos los años que llevaba sirviendo
al Magisterio. Recordó aquel día, muy lejano, cuando de apenas dieciocho años,
recibió su primer nombramiento que la confinaba al otro lado de la costa. Ella
era entonces una linda mujer, delgada y esbelta. Su cuerpo necesito pocas veces
del corset. Sus hermosos cabellos de un brillante color oscuro, eran marco
armonioso a su rostro sereno y gracioso en el cual, bajo las cejas perfectas y
pobladas, los ojos almendrados color miel, hacían contraste en el nácar de su
piel. Recordó igualmente sus andanzas de maestra: tres años aquí, cinco más
allá y entre ellos sus más grandes acontecimientos, su matrimonio, la muerte de
su padre y su hija, lo único que tenia… Con satisfacción miro hacia el rincón
donde su pequeña María Luz guardaba sus juguetes: trozos de madera hacían de
muñecos, un rosado ladrillo de bebé, una escoba vieja de caballo… y más allá,
afuera, en el huerto, los árboles todos con nombres: gigante número uno,
gigante número dos… porque también eran personajes en el fantástico mundo de
María Luz…
Tras la algarabía de los
chiquillos llegaron los visitantes. Los niños ocuparon nuevamente sus puestos y
ansiosos esperaron el desarrollo de los acontecimientos. Al quitarse los
hombres el sombrero, una suave fragancia de agua colonia invadió el salón.
-Uf, huele a naranja,
Dijo uno.
-A limones:
Agregó otro.
Una severa mirada de la maestra
puso seriedad en sus rostros. En la playa peinaba la brisa las minúsculas
montañas de arena. En el cocotero más alto, un pájaro carpintero con la rítmica
canción de su tic, tac, ponía la nota
armoniosa en el sopor estival y como un remedo, el lago golpeaba su incesante
vaivén en las doradas escolleras de
piedra.
-Buenos días maestra.
Dijo el más gordo y alto del
grupo.
-Buenos días señores.
Los otros inclinaron levemente la
cabeza. Nerón, el perro de la escuela, olfateo con su húmeda nariz las piernas de los visitantes y descortésmente
comenzó a ladrarles.
-So perro:
Carmencita, la dulce niña de
largas trenzas y negros ojos, echo afuera el perro.
Carmen y María Luz eran amigas
desde muy tierna edad y aunque sus hogares quedaban distantes el uno del otro,
siempre jugaban juntas. Eran diferentes en todo, a pesar del cariño que las
unía. Carmen era pulida, meticulosa. Sus cabellos cuidadosamente peinados caían
sobre sus hombros en dos hermosas crinejas. María Luz en cambio, no se
preocupaba por su apariencia. Pelada como varón, andaba siempre con el cabello
revuelto. Tenía la nariz llena de pecas y el resto del cuerpo, curtido por el
sol y el viento.
-Señora –dijo el que parecía ser más
importante- venimos de la capital y por
encargo del Ministerio de Educación, visitamos los caseríos donde funcionan
planteles escolares, con el propósito de hacer una buena reorganización.
María Cruz escucho atentamente,
lo que le dio oportunidad para reponerse de su nerviosidad. Con voz clara y
pausada contesto:
-Pues sí señor, me complace
recibirlos si vienen en nombre del Ministro. Siéntense caballeros y ustedes
niños, váyanse a tomar fresco bajo la Lara.
Los hombres se sentaron en la
banqueta y mientras uno de ellos, que parecía ser el director del grupo,
selecciona papeles en su portafolio. María Cruz comenzó la conversación.
-Bien señores, como ustedes ven,
la primera necesidad que tenemos es de un buen local, este –e invito a los
señores para que la siguieran- carece de los más elementales servicios.
Salieron del saloncito hacia la
enramada de palmas. Ella continuó hablando.
-En las
mañanas para que los niños aprovechen el aire puro que viene del monte, les doy
clases aquí, pero a veces tenemos que interrumpirlas debido a la lluvia, para
irnos a nuestro único salón. Como ven –dijo extendiendo los brazos y señalando
ambos lados del huerto- no existen sanitarios. Los niños se ven obligados a
hacer sus necesidades bajo las maticas y en los recodos que forman los cerros de
la playa.
-Continúe
señora…, continúe.
Dijo uno de los hombres mientras limpiaba el
cristal de sus anteojos. Y mientras María Cruz iba exponiendo las necesidades
de la escuelita, los chicos agrupados en la angosta puerta que daba hacia la
enramada, sonreían con malicia y decían tonterías par hacerse graciosos ante
los visitantes.
El sol del
medio día, el viento como un látigo, castigaba las greñudas copas de los
árboles y el suave arrullo de las palomas torcazas, ponía su nota de temprana
melancolía. Los hombres se habían sentado a la sombra de la pequeña casa,
haciendo hilera en la banqueta. Hablaban entre sí y una y otra vez volvían el
rostro hacia los cerros y la playa, como si en sus almas comenzara a colarse
aquella permanente soledad de sal y agua. María Cruz en varias tacitas les
sirvió café recién hervido y en el centro del blanco platoncito, unas cuantas paledonias olorosas a anís, ponían se gustito de siesta en la boca.
-Es para
ustedes señores.
Y
distribuyo entre ellos el café y las paledonias. Después de una corta
conversación sobre el lugar, sus ventajas y desventajas, saludos y apretones de
mano, los señores dijeron adiós a los niños, no sin antes hablarles de lo que
haría el Ministro de Educación por ellos.
Al
retirarse los visitantes del rancho escolar, María Cruz paso lista entre los
niños asistentes y sonó el timbre de la partida.
La brisa
vespertina penetraba retozona por la puerta que daba hacia la playa y sobre los cerros, las velas de una canoa
surcando las aguas del lago, simulaban el espectro de algún alma en pena. En la
lejanía, la línea azul del horizonte, hizo resta de inquietudes en el ánimo de
la maestra y las ondas cantarinas, repitieron en sus oídos, la permanente
canción de cuentas y lecciones.
A la grata
algarabía infantil sucedió la dulce serenidad del atardecer. Una bandada de
buchones cruzó el espacio y las errantes golondrinas huyeron de las sombras.
Por las minúsculas ventanas de las
casitas de palma y barro, la noche abrió sus ojos y por detrás del rancho
escolar, con sus burros cargados de yuca, pasaban en silencio los pocos
campesinos que regresaban de sus faenas agrícolas, allá monte arriba.
La suave
brisa que venía del lago, trajo un fresco olor a primavera y el cielo hasta
entonces claro, comenzó a llenarse de grises nubarrones y en lo alto de los
cerros, a la luz de las primeras estrellas, el viento hacia matemática sumando
y restando arenillas en la cima salitrosa. La noche bondadosa cobijó los
humildes hogares prodigando sueños de esperanza en las almas conformes… A la
noche sucedió el día y de nuevo el mismo vaivén en el lago, el continuo trotar
de los burros por el camino real y la constante algarabía de los niños en la
escuela… Cuando llegaba la primavera, los caminos coquetamente se llenaban de
abrojos florecidos y el barredero y el cau acu, regalaban su fragancia en los
cerros, impropios para cualquier vegetación, la lluvia compasiva bordaba sus
huequitos. El lago cambiaba su verde color y en el fondo las rayas disimulaban
su pardusca presencia bajo el color barroso de las aguas… Después, cuando la
tierra se bebía sedienta el agua de las cañadas y jagüeyes, comenzaba de nuevo
en La Rosita, la época de siembra y entre cosecha y cosecha, todo marchaba
igual, siempre igual.
Capítulo
II
Bajo los
almendros en flor que bordeaban la orilla del lago, los encajes de espuma
dibujaban filigranas en la dorada arena. Desde lejos, las huellas de María Luz
corrían tras sus pies inquietos: los largos cabellos desgreñados le caían sobre
la frente y un gesto de amargura desencajaba en la juventud de sus facciones.
Hacía pocos días había cumplido doce años y para ingresar a un colegio sería
enviada a la ciudad de Maracaibo… Tendría que decir adiós a aquel lugar
hermoso. Llena de tristeza pensó en sus queridas cosas: Carmencita, su dulce
amiga, su fiel perro Nerón, sus árboles con nombres, gigante número uno,
gigante número dos… En Maracaibo no estaría Miguel Ángel, su mejor amigo y
compañero de clases, sin él ya no tendría panales ni aceitunas… María Luz
caminaba por la orilla de la playa con la cabeza inclinada sobre el pecho,
atormentada por estas amargas reflexiones. En lo alto de cerro, la silueta de
María Cruz, su madre, se volvía lacia con el viento. Desde la orilla María Luz
descubrió su presencia. Corrió hacia ella y en su regazo volcó su llanto
contenido.
-Madre
–murmuró entre sollozos- Por qué debemos irnos? Este lugar es tan lindo. Todas
mis cositas deberé dejarlas. Mi perro también. No veré más a mi amiga
Carmencita, por qué se te ha ocurrido que debo dejar todo esto?
Profundos
sollozos ahogaron su voz.
-Es por tu
bien María Luz. Ya tienes edad suficiente para ingresar por lo menos a un
tercer grado. Aquí, en mi escuelita unitaria no aprenderías mas allá de la
división y la vida no es siempre jugar. Hay que estudiar, progresar. Allá te
sentirás muy feliz con una nueva maestra… Otros niños, una linda escuela y… -no
pudo continuar. En su garganta se anudaron las palabras. Comprendía lo doloroso
que le resultaba a la chica decir adiós a todo aquel mundo de ensueño y
felicidad.
-No, no
quiero, no quiero. Por qué me obligas a hacer lo que no me hace feliz?
Bruscamente
zafose del regazo materno. Sus ojos hasta ese momento tristes, se llenaron de
odio y con un mudo reproche de amargura asomándole en las pupilas miró a su
madre.
-Eres mala
conmigo, no te quiero.
Dándole la
espalda a su madre corrió y al llegar frente a la casita escolar, tirose sobre
la yerba india y descargo sobre la tierra aún caliente, sus amargos sollozos.
---
Por el
verde camino bordeado de tapaleches y trepadoras de morados capullos, corría el
autobús que conducía a los pasajeros que viajaban del distrito Mara hacia la
ciudad capital. Todos conversaban animadamente y al sonreír sus rostros
mostraban en las tempranas arrugas, la inclemencia de la vida campesina. María
Cruz y su hija se habían sentado en un puesto delantero y la brisa matutina
ponía en sus rostros destellos de esperanzas. María Luz, recostada su oscura
cabeza sobre el pecho de su madre, miraba con tristeza el largo camino que poco
a poco la iba alejando de su mundo. Después de dos horas de camino llegaron a
su destino.
Por la
mampara de la ventana de la pequeña casita, que daba a la calle, los ojos
curiosos de la tía Trina brillaban como lentejuelas… Abrioles la puerta.
-Hija mía,
Dios las bendiga a las dos.
Beso a la
pequeña en la cabeza.
-Debieron
salir muy temprano pues apenas son las siete y ya están aquí. Ya tomaron café?
-Salimos
muy temprano tía Trina. No tuvimos tiempo para prepararnos nada, pero no te
preocupes, prepararemos un buen desayuno para las tres.
Las dos
mujeres arrastraron el canasto de mimbre, rústico equipaje de María Luz y lo
acomodaron en un rincón del pequeño cuarto. Seguidamente, en la cálida cocina a
la que daba sombra un frondoso almendrón, María Cruz y la vieja Trina
comenzaron a preparar un sabroso desayuno. Sobre una pequeña mesa había
amontonados unos cuantos melones y patillas, parte del cargamento de mudanza
que con anterioridad había despachado María Cruz y la fragancia penetrante de
las frutas maduras, ponía olor a campiña.
María Luz,
desde su llegada había permanecido en la puerta de la casita, observando los
vendedores que pasaban, los autos cargados de pasajeros, los trabajadores que
iban a sus oficinas y los escolares que pasaban con sus blancos uniformes,
remedaban en ella el dulce recuerdo de
sus compañeros de escuela, con sus vestidos de varios colores ya desteñidos por
tantas lavadas y tachonados de taquitos muy bien cosidos. Al verlos, de un
golpe cerró la puerta, como si deseara ignorar esta clase de niños que iban a
la escuela con sus uniformes limpios y planchaditos, con lindos zapatos y
medias blancas hasta la rodilla. Al cerrar la puerta, con un gesto de desprecio
miró la chiquilla que al pasar la miraba con marcada insistencia y gozó el
recuerdo de sus compañeros de escuela, con sus ropitas angostas y chinelitas
guaireñas, pobres pero limpios y olorosos a caimitos y reseda. Fue al comedor y
allí encontró sobre el blanco mantelito, tres tazas de espumante café con leche
y pan oloroso a anís. La grata fragancia de las frutas tenía invadida la
estancia. María Luz aspiro con fuerza y el olor de los melones y patillas,
renovó en su alma los recuerdos.
---
En el
reloj de la Catedral sonaron las nueve de la noche. María Cruz, la vieja Trina
y la pequeña María Luz, descansaban en sus lechos. En la calle el vaivén
nocturno ponía su nota de desvelo en la ciudad. María Luz en su hamaquita,
seguía con sus ojos las ráfagas de luz que se colaban por la ventana, al pasar
por la calle en sus vehículos, los impertinentes trasnochadores. Con el oído
atento a cualquier ruido, constantemente incorporabase al escuchar cerca de
ella pasos que iban y venían por la calle. Los constantes pitazos y sirenas de
los vehículos, rompían a cada momento el ritmo de su corazón. No podía
conciliar el sueño a pesar de la pesadez que cerraba sus parpados. Con tristeza
añoró las quietas noches del campo, cuando el murmullo cantarino de los
árboles y al dulce cri cri de los
grillos, ella plácidamente se dormía, allá en su casita de adobes y zinc. Pasó
la mano temblorosa por su frente y los cabellos pegados por el sudor, le
hicieron más insoportable su desvelo. Las lágrimas brotaron por los ojos
soñolientos.
El reloj
sonó la una, pero ya no lo escuchó María Luz, que plácidamente dormía, y en sus
sueños, descansaba tranquila sobre blando plumón de espuma en los marullos
traviesos.
Capítulo III
El dorado
reflejo del ocaso, ponía en la tibia arena del camino real sus últimos
destellos y entre los arbustos, saltando alegremente, María Luz tremolaba la
campana de su falda floreada. Sus pies pequeños y blancos hacían contraste con
las rojas chinelas bordadas. El pelo negro y lacio caía en desorden sobre los
hombros y a cada lado del rostro, una hermosa cayena le regalaba la grana de su
esplendor. El pausado galopar de algún caballo por el camino real, la hizo
detener y prestar atención. Atisbó tras los matorrales y descubrió la presencia
de un jinete. La cercanía del desconocido le causo cierto temor, no sabía quién
era y su corazón palpito apresuradamente. Quiso correr hacia el rancho escolar
pero cayó de bruces y sus labios se pegaron en la arena caliente. No tuvo valor
para levantarse: El hombre bajo de la montura y con la punta de su bota le rozó
levemente el brazo mientras la miraba con agrado y ella, de cara en la arena,
ponía su matiz de rosa temprana sobre el oro movedizo del camino real.
-Cómo te
llamas. Porque no te levantas. Te has hecho daño?
Dijo al
fin el hombre guapo y moreno. Trató de levantarla y al sentir la seda de sus
brazos redondos y calientitos, exclamó con entusiasmo:
-Dios mío,
ni el algodón de los capullos tiene tanta suavidad. Quién eres? Qué haces a
estas horas en el camino real?
María Luz
no contesto. Con mano temblorosa quito la arena de sus piernas. La emoción
había sido profunda. No podía evitarlo. En sus oídos resonaba la voz hermosa y
varonil y “la suavidad del algodón en capullo” se le metía en el alma.
Levantose y corrió a lo largo del arenoso camino. El hombre la miró perderse
tras la cortina de arena que levantaban sus pasos largos y apresurados.
---
Aquella
noche, después del encuentro con el desconocido en el camino real, María Luz,
recostad en una hamaca en un rincón del rancho, observaba en silencio como su
madre, a la amarillenta luz de una pequeña lámpara de gas, sentada en un
taburete, sobre la larga mesa de la escuela, hacía números, rayas y cruces en
los papeles que enviaba el Ministerio y su sombra, proyectada sobre la pared de
barro, se alargaba a medida que menguaba el gas de la lámpara.
Afuera, el
viento golpeaba el alero de zinc y la luna bruñía con su plata las verdes hojas
de la Berbería. María Luz sentía la imperiosa necesidad de preguntar sobre
aquel desconocido que había visto en el camino real. Volteose en la hamaca para
dar la espalda a su madre. No quería que descubriera en su rostro la ansiedad
que la dominaba, sin embargo, cuando escucho la coz de la maestra musitando
pausadamente, veinticinco, cuarenta, varones, hembras, totales… Una
insoportable curiosidad la invadía y
crecía, como crecía la sombra de María Cruz sobre la pared, a medida que
menguaba la luz.
-Madre
–dijo haciendo un esfuerzo- no sabes que esta tarde he recibido un gran susto.
-No me
digas…
María Cruz
dio el frente hacia su hija.
-Sí. Cuando
atravesé el camino real para venirme al rancho… Estaba un poco oscuro Me asusto
un hombre.
-Cómo fue
eso? Quién era?
Esta vez
María Cruz puso a un lado los papeles y quito los anteojos de su cara. María
Luz, aparentando indiferencia prosiguió:
-Venía
trotando sobre una mula y al verme detuvo el animal… Fue tan grande mi
impresión, que al correr caí sobre la arena.
-No me
habías dicho nada. Ya ves mi desaprobación cuando quieres andar por el camino
real a esas horas. Pero no te ocurrió nada más?
-No, solo
que al tratar de levantarme por los brazos, dijo que tenía la suavidad de
capullos de algodón.
Rió
alegremente. No quería que su madre descubriera su interés por saber quién
era aquel hombre.
-Te dijo
eso? Ah… pues entonces debió ser Miguel Ángel. Solo el saber decir cosas tan
lindas a las muchachas.
María Cruz
tomó nuevamente los papeles en sus manos, disponiéndose a continuar el trabajo
interrumpido. En su rostro asomó una sonrisa de satisfacción. A María Luz no
satisfizo la corta información. Quería saber más. Se llamaba Miguel Ángel,
pero, quién era Miguel Ángel? Nuevamente, para llamar la atención de su madre,
dijo simulando indiferencia:
-Que
susto.
Y miraba
con ansiedad las vigas del techo.
-Debió ser
Miguel Ángel… Quién más pudo haber sido?
Y tras
estas cortas palabras María Cruz continuó tranquilamente: Veinte, cuarenta y
dos, varones, hembras…
-Y porqué
estas tan segura que debió ser Miguel Ángel?
Preguntó
ansiosamente María Luz. Temía que su madre no continuara el tema.
-Porqué
aquí no hay hombres tan galantes como él para decir cositas así…Era alto,
fornido y posiblemente llevaba libros en sus manos?
-Sí, sí,
así era –contestó María Luz con entusiasmo- Recuerdo que al bajar de su
montura, un libro cayó sobre la arena.
-Entonces
era él hija mía. No cabe la menor duda.
María Luz,
temiendo que su madre volviera sobre su trabajo dijo nuevamente:
-Pero que
susto.
-Susto
porqué. Si hubiera sido otro tal vez hubieras tenido motivo para asustarte.
Pero él… Bueno… es que tú acaso no te acuerdas ya de Miguel Ángel?
-Qué
Miguel Ángel?
-Pero
hija, cómo puede ser? No te acuerdas ya del hijo del viejo Carmelo? Vivía cerca
de la carretera adonde te llevaba a coger panales, jugabas mucho con él cuando
eras pequeña…
-Ah, ese
es Miguel Ángel, el que vi en el camino real? Se ha hecho un hombre.
-Y que
hombre hija!
- Y que ha
sido de él… cuénteme.
-Bien…
después que murió su padre quedo solo por lo que se dedicó a estudiar por su
cuenta: Matemáticas, física, botánica… todo en general. Tiene muy vastos
conocimientos sobre agricultura. Yo me encargaba de traerle libros cada vez que
viajaba a Maracaibo. Después –continuó María Cruz- ingresó a trabajar en un
barco petrolero, con lo que conoció muchos lugares del exterior… Luego volvió
ya hecho todo un hombre y transformo la heredad en una hermosa finca…
Tras un
hondo suspiro de satisfacción, María Cruz continuó.
-Es muy
trabajador, ha transformado este villorrio en un pueblo productivo, donde cada
campesino es dueño próspero. Formó una cooperativa entre ellos y con lo que
reunieron compraron la huerta de los Quintero… Te acuerdas de ellos? Y en esa
vasta extensión ha hecho un huerto experimental de agricultura en el cual da
charlas de orientación agrícola a los campesinos. Ha llegado a ser como el Dios
de estos pobres hombres… y él no te reconoció, no se dio cuenta que eras mi
hija?
-Precisamente
me causó cierta extrañeza cuando me
preguntó con insistencia quien era yo…
-Quizá
presintió que eras mi hija. Cómo iba a olvidarte. Constantemente me preguntaba
por ti…
Y María
Cruz dando vuelta al taburete situose de nuevo frente a la mesa escolar. Sus
largos brazos, perezosos y lacios descansaban sobre la superficie irregular.
Con la punta del lápiz hurgó la mecha del candil y sobre la mesa cayeron
pequeños carboncitos. Distraídamente jugó con ellos a medida que comenzaba de
nuevo.
-Treinta,
cuarenta, varones, hembras…
María Luz,
satisfecha su curiosidad, cerró sus negros ojos. Afuera, el viento azotaba
fuertemente las escolleras de piedra y mientras María Cruz hacia signos en sus
cuadros, a intervalos escuchábase el ladrido de los perros y algún “guaco”,
cruzando el espacio, desgranaba su guac, guac.
Capítulo IV
Era marzo
y habían pasado algunas semanas desde el día en que María Luz se había
encontrado con Miguel Ángel en el camino real. No había vuelto a verlo desde
entonces, sin embargo, no podía apartar su recuerdo de la atrayente imagen de
su silueta. Esa mañana, recostada en el ondulado tronco de un cocotero, dejo
vagar su pensamiento. Recordó el día
cuando fue llevada a la ciudad. Seis años había permanecido en
Maracaibo, años que le habían resultado interminables y tristes, si bien los
analizaba. Acompañada siempre por la tía Trina, los había pasado de la escuela
a la casa y de la casa a la iglesia. Solamente para ella habían tenido algún
encanto los días en que su madre hacia los fines de semana, llegaba del campo,
saturada de la brisa marina, cargada de frutas y pequeños recuerdos que le
enviaban sus compañeritas de escuela. Ahora, de nuevo en su ambiente, lo recordaba
con cierta tristeza… seis años metida entre libros y cuadernos, seis años fuera
de sus cosas, seis años huérfana del contacto con Dios… pero ahora, tendida
sobre la arena de la playa, sintiendo en los pies desnudos el suave lamido de
las olas sentía una onda satisfacción, el recuerdo de Miguel Ángel y todo lo
que de él había sabido a través de su madre, se le aferraba al alma como una
enredadera. Sus labios musitaron:
-Cómo pude
pasar tanto tiempo lejos de todo esto… fue muy triste, muy triste.
-Estuvo
sin ti La Rosita…
Una voz
varonil la saludo cortésmente. Era Miguel Ángel.
-María Luz
se incorporó y apresuradamente cubrió con su falda las piernas desnudas. Miguel
la miro sonriente.
-Soy yo mi
dama. Debo presentarme? Miguel Ángel.
Con una
graciosa inclinación continuó.
-Ex
discípulo de Doña María y ex compañero de juegos de la inquieta María Luz. La
he admirado a usted en el camino real!
-Vamos
hombre trátame con confianza. Cuando niños no jugábamos y corríamos por estas
mismas orillas?
-Claro que
sí pero la vida cambia y con ella los seres y las cosas.
Esbozo una
tímida sonrisa. María Luz lo invito a sentarse sobre la arena.
-Me ha
dicho mi madre que te has convertido en un verdadero hombre.
-Qué es
eso de verdadero hombre?
María Luz
continuó como si no lo hubiera escuchado.
-He sabido
que has adquirido muchos conocimientos. Que esta tierra desolada ha florecido
por tu dedicación y esmero; que este pueblo ayer medio muerto vive hoy por tus
instrucciones y sabias enseñanzas.
-Señaló
hacia el cerro.
-Mira el
huerto de Reinaldo, antes lleno de grietas y zanjones, por obra y gracia de tus
conocimientos se ha convertido en tierra laborable y productiva. No te parece
que solamente un verdadero hombre puede lograr eso?
Ya lo creo
que sí María Luz.
Se sentó a
su lado.
-Hay que
tener sobre todo una fuerte voluntad para luchar contra los elementos
corrosivos de la misma naturaleza, pero eso no quiere decir que soy un
superhombre. Cualquiera que se lo proponga puede hacer lo mismo; si Reinaldo,
Ubaldo, el viejo Antolín y tantos otros hubieran hecho lo yo hice, seguro,
hubieran obtenido los mismos resultados.
-Te
equivocas Miguel Ángel. Los libros no llevan al hombre cosa desconocidas,
únicamente despiertan en él conocimientos que yacen dormidos en su alma. Si no fuera
así, todos los que estudian serían sabios. Y no es así, el sabio es sabio hasta
sin libros, porque si estos le faltan, él mismo los inventa.
Al
terminar de hablar María Luz respiró profundamente. Miguel Ángel la escucho
complacido.
-De donde
sacas esas cosas?
Ella rió
alegremente.
-De mi
tío, sabes de mi tío. Se llama Cosme, es un hombre muy inteligente, muy
distinto de los demás. Tiene muchos libros. Me alegraría que algún día le
conocieras.
Miguel
Ángel sonrió sin decir palabras. Se incorporó par despedirse de María Luz.
-Debo
irme. Antes de que se oculte el sol daré una charla a los campesinos sobre la
erosión de los suelos. No debo faltar porque es muy importante y necesaria y
debo prepararla.
Con un
fuerte apretón de manos miró hondamente a María Luz.
-Hasta
luego María… hablaremos.
Su recia
silueta se desvanecía a medida que se alejaba por la orilla de la playa.
Silbaba quedamente una dulce melodía. María Luz lo observaba y sentía que en
sui alma comenzaban a aferrarse florecidos los recuerdos y antes de que por
completo se perdiera en la lejanía, le gritó con fuerza:
-Miguel,
en qué lugar será la charla?
El volvió
el rostro, alborozado y feliz.
-Bajo el
gigante número uno…
Rió
sonoramente y a largos pasos subió los cerros.
---
Después
del encuentro con Miguel Ángel en la playa, María Luz ya no pensaba en otra
cosa, que en la posibilidad de escuchar su charla. Luego de acicalarse un poco
bajo a la orilla… como fieles centinelas las palmeras alineadas simétricamente,
le recordaron los adorables gigantes de la infancia. “Gigante número uno”
resonaba aún en sus oídos como un eco, que despertaba en su alma dulces
reminiscencias. Sintió febriles antojos de meterse en el agua…el nácar de su
piel rompió la capa verde de limo y como sonámbula seguía alejándose más y más
de la orilla, presa de un extraño arrobamiento. El sordo grito de un campesino
hízola volver en sí.
-Señorita.
-Qué pasa?
Volvió el
rostro un poco contrariada.
-Buenas
tardes. Es usted la hija de la maestra, verdad?
El que la
había llamado, con ademán cortes saco de su cabeza el viejo sombrero de
fieltro, manchado de aceite y petróleo.
-Si señor,
yo soy y que se le ofrece?
-Nada mi
niña. Solo quería advertirle que es peligroso meterse en el agua cuando tiene
tanto limo. Produce fiebre, sabe?
-Y quien
le dijo eso?
-Bueno,
eso nos lo dice Miguel Ángel, pero desde que soy yo, oigo decir eso.
El hombre
se rasco la cabeza medio confundido.
Ella
preguntó llena de curiosidad.
-Va usted
a la charla de Miguel Ángel?
-Sí mi
señorita, para allá voy.
-Y donde
la dice hoy?
-Donde
mismo, en el huerto experimental. Sabe dónde queda?
-No.
-En la
huerta de los Quintero.
-Ah.
Y escondió
bajo el agua la alegría de su cara.
---
Situado en
una planicie un poco retirada del camino real y protegido con cerca de cardones,
erectos como alfileres, estaba el campo experimental de los campesinos de La
Rosita. Hacia él se encamino María Luz, ocultándose entre los barrederos y
tapaleches. Subiose en el tronco de un añoso caujaro que hacia el lado norte
quedaba más cerca de la enramada que
servía de aula y granero a la vez. Desde allí podría escuchar y observar muy
bien. Estaba segura de que la suave brisa del sur, le traería claramente la
potente voz de Miguel Ángel. Era hermoso el lugar y desde su escondite, María
Luz observó, en toda su extensión, las diferentes parcelas de cultivos.
Bajo la
gran enramada, rodeado de los campesinos que se habían sentado en el suelo
formando rueda, Miguel Ángel, parado en el centro, con su chamarro rojo y botas
rústicas, haciendo ademanes con sus largos brazos, trazaba signos en el suelo
arenoso. María Luz escucho claramente su voz.
-Bien
amigos míos, ya les expliqué en mi anterior reunión con ustedes cómo se efectuó
la formación de la tierra. Cómo con el correr de los siglos en su constante
evolución se derivaron los elementos necesarios a la vida del hombre. Ahora
pues, me concretaré expresamente a un punto que nos interesa sobremanera: la
conservación de nuestro suelo, de esa tierra generosa que nos devuelve con
creces los cuidados que le prodigamos, convertidos en sanas cosechas para
nuestro mejor vivir.
Miguel
Ángel cortó un momento su discurso. Saco un pañuelo de la faltriquera y secóse
el sudor que invadía su frente. Hizo señas a los hombres para que lo siguieran.
María Luz los vio alejarse. Con cierta tristeza temía no escuchar las palabras
de Miguel. Luego de dar algunas vueltas por el huerto, los campesinos se
situaron en lo alto de un montículo. María Luz los vio arrancando algunas pajas
que a indicaciones de Miguel Ángel las iban enterrando en hileras sobre la
planicie arenosa. Se acercaron y nuevamente formaron rueda en el suelo. Miguel
Ángel en el centro, parado, con la cabeza casi pegada al techo de la enramada,
continuó entusiasmado:
-Como les
acabo de explicar, son tres clases de erosión las que en silencio,
paulatinamente, van minando nuestros suelos, como traicioneros enemigos; se
valen de nuestros pies, de nuestros animales, de las lluvias y hasta del mismo
viento para socavar silenciosamente hasta el alma rocosa de la tierra, donde
los abrasadores veranos nos consumen, es donde más necesitamos una cuidadosa
preparación de los suelos para poder contrarrestar la desbastadora acción del
viento y poder a la vez mantener por el más largo tiempo posible, la humedad de
las pocas lluvias que caen, en las capas superficiales de la tierra. La lluvia,
si no encuentra desprovistos, si no hemos efectuado las labores necesarias a
fin de aprovecharla lo más que podamos, como ladrona impetuosa correrá por las
cañadas y bajará al lago por los cerros, abriendo zanjas, socavando las
entrañas de la tierra, para arrastrar con ella los preciosos elementos que
nutren la tierra y sostienen la vida vegetal…
Nuevamente
Miguel Ángel sacó de sus bolsillos el pañuelo y secó el sudor de su frente.
-Buenas tardes.
Lucina, A
quien apodaban “la cabrita”, con tímida voz interrumpió las palabras de Miguel.
Tambaleante, con los ojos medio cerrados por el aguardiente penetró en el
grupo. Todos le miraron sin el mayor asombro. Estaban acostumbrados a verla en
ese estado. Al observar ella que Miguel había cortado sus palabras, dijo en un
tono poco común:
-Bueno y
que pasa, porqué se callan? Es que yo no puedo tomar parte en esta vaina?
Miguel
Ángel frunció el ceño. Cierta contrariedad invadió su ánimo. Tratando de conservar
la jovialidad que siempre le caracterizaba, dijo en tono amistoso:
-Cómo no
Lucina, para todos nosotros tiene interés esto. También puedes escuchar, pero
esto que tú llamas así, no es ninguna vaina, sino sencillamente explicaciones
sobre el mantenimiento de la tierra, la manera de cuidarla… Entendido! Quieres
escucharla con tranquilidad?
-Bueno,
usted manda compadre!
Sacando de
su regazo una botellita de ron, tomo tranquilamente como si nadie la observara.
Lucina miraba aquel grupo de hombres, todos fornidos, morenos, viejos algunos,
pero llenos de rebosante salud. Eran hombres de campo, sin vicios, dedicados al
cariñoso cultivo de la tierra: ella hubiera sido con gusto la mujer de alguno
de ellos, pero el recuerdo tenaz de su Calixto, ya difunto, lo mantenía como
una eterna efervescencia. Tomando de nuevo otro sorbo de ron, dijo con
inusitada alegría:
-Ustedes
solo pierden el tiempo en esas tonterías, en la tierra, en la yuca, en los
frijoles, pero en cambio cuando uno quiere tomarse un traguito, tiene que dar
hasta la última locha del bolsillo. Compadre –grito con voz quebrada- porqué no
cultivan caña… Bostezó largamente y recostó su cuerpo flaco y cansado en un
horcón de la enramada y antes de que Miguel Ángel terminara sus palabras, ella
dormía con el sueño plácido de un recién nacido.
-Bueno
amigos –dijo Miguel Ángel observando el cielo que comenzaba a llenarse de
luceros- continuaremos esta charla la semana próxima. Quiero que observen
diariamente las pajas que hemos enterrado en la planicie del montículo…
encontrarán día a día como la arena irá formando monte a su rededor. Es
importante esta observación pues quiero que conozcan la importancia que tiene
como protección contra la acción del viento, la capa vegetal que cubre la
tierra.
Todos los
hombres se levantaron y se calaron sus sombreros de paja. Cada uno tomó el
sendero que conducía a su rancho, en silencio, meditando tal vez sobre la
importancia de lo que les había enseñado Miguel
o sobre la interminable borrachera de Lucina.
Mientras
los hombres se alejaban, Miguel Ángel quedose parado en la mitad de la
enramada. Acostumbraba bañarse en la playa después de sus charlas para los
campesinos. Salió a la huerta. En el cielo la luna brillaba como luz
incandescente y entre el pajonal los saltamontes salmodiaban sin descanso.
Miguel se paró en la mitad del camino que iba hacia la playa, se quito el
chamarro y aspiró profundamente el aroma de las madreselvas y los lirios.
-Que
hombres estos –dijo hablando para sí-en vez de dejar que el agua del lago quite
de sus cuerpos el sudor y el cansancio, prefieren la oscuridad del rancho!
Echó su
chamarro al hombro y extrajo de su faltriquera un cigarro que encendió. Fumó
con avidez y a grandes pasos tomo el rumbo de la playa… casi llegaba al
tranquero cuando el ruido seco de algo que caía sobre las ramas secas y los
arbustos, lo hizo detener. Volviose y a la luz de luna vio que alguien se
arrastraba quejumbrosamente. Corrió al lugar…
-María
Luz!
Exclamo
lleno de sorpresa.
-Te has
hecho daño?
Presuroso
la levantó entre sus brazos. María no contestaba. Trataba de taparse el rostro,
rojo como un clavel… lleno de vergüenza.
-Oh
miguel…
Musitó
quedamente y azorada se pasaba las manos por la cintura como si algo le
doliera. Él le preguntó con ansiedad:
-Pero
María Luz cómo has caído de ese árbol… Dime qué hacías, con quién andas?
Miguel la
miraba con cierta preocupación. Temía se hubiera hecho un daño. Quería saber
qué ocurría. Ella no hablaba, lo miraba con cara de niña asustada. Hubiera
deseado correr, pero las piernas las tenía adormecidas por el golpe. Él le tomo
las manos.
Ven,
María, vamos a la enramada, debes lavarte las manos y la cara. Las tienes
llenas de arena.
Ella no
contestó pero se dejo llevar mansamente de la mano. Al llegar a la puerta del
rancho, detuvo sus pasos, pero él, sin darse por entendido, penetró en la sala
y regresó tras un corto rato con una totuma llena de agua. Le dijo con dulzura:
-Qué más
puedo ofrecerte que un poco de agua para que laves tus manos y cara?
Miguel
Ángel puso el tiesto en el suelo y con suavidad le descubrió el rostro.
-María Luz
lloras… es que acaso te has lastimado?
Le
manoseaba el cuerpo con ansiedad. Ella sin dejar de lagrimear hizo un gesto
negativo con la cabeza.
-Entonces
por qué lloras?
No pudo
más y haciendo apoyo de sus brazos, se recostó a la pared hipeando como si
nadie la escuchara. Miguel se desesperó. Nunca antes había llorado en su
presencia una mujer bonita. Se estregaba nerviosamente las manos y como nunca,
se sintió incapaz ante tan pequeña cosa. Hasta entonces no se había percatado
de que estaba sin chamarro, buscándolo, miró azorado y al verlo tirado en la
mitad del camino corrió hacia él. María Luz al ver que se alejaba, le grito con
fuerza:
-Miguel,
Miguel… no me dejes. Tendré miedo en esta soledad… yo vine únicamente para
oírte y verte, ven…
Un temblor
nervioso quebró la voz en su garganta. De nuevo se tapó el rostro con las
manos. Miguel había escuchado su confesión y con ella, sintió más vergüenza de
estar sin chamarro. Lo anudó en su cintura y de nuevo corrió hacia María Luz.
Quiso abrazarla, pero el temor detuvo sus ansias. Susurró a su oído:
-Yo no me
alejaba para dejarte, únicamente buscaba mi chamarro. Cómo habría de dejarte,
si para recordarte toda la vida no es preciso que florezcan los curarires… Es
cierto lo que has dicho, sólo viniste para verme y oírme? Se sincera María Luz…
Al fin
ella habló para decirle muy quedamente:
-Sí, sí,
es cierto Miguel, porqué no habría de decírtelo?
-Oh María
cuanto bien me haces. Ninguna cosecha ha puesto en mi alma más alegría…
Le tomó
las manos y con cierta timidez las llevo a sus labios. Ella no hizo
resistencia. Entorno los ojos y el arrebol lleno sus mejillas.
-Entonces
María todavía me quieres… te interesan mis charlas y mis cosas? No has olvidado
nuestro cariño de niños?
-No Miguel
no lo he olvidado… Allá en la ciudad no había curarires, ni panales, ni arena
dorada, sin embargo, yo siempre pensaba en ti…
-Y yo que
pasé todo ese tiempo lleno de temores, obscurecido por terribles
presentimientos, sordo por que no oía tu voz, muerto por que no sentía tu
aliento…
La apretó
fuertemente contra su cuerpo y selló aquel encuentro con un beso apasionado.
Ella nerviosamente se apartó de sus brazos. Quiso correr, pero él la retenía
fuertemente.
-No, no
has de irte así, dejándome nuevamente en la misma incertidumbre. Antes debes
decirme qué hay de nuestra vieja amistad. Si me amas debes decírmelo ahora.
Miguel se
emocionaba y a medida que hablaba, sus palabras salían con dificultad.
-Sabes
María, ya mi paciencia se ha agotado. Crees que voy a sufrir nuevamente la
amargura que me dejo tu ausencia, cuando te llevaron porque debías estudiar?
Ahora no, lo comprendes? Es distinto… soy un hombre. Aquel entonces era un
muchacho que se dejaba arrebatar lo que más amaba. Pero ahora no…
La emoción
corto sus palabras. La besó profundamente y continuó:
-Ahora no,
porque se lo que soy y lo que quiero y no permitiré que me lo quiten…
La
abrazaba con frenesí. Ella sintió miedo de aquel hombre enardecido de amor. En
silencio dejo que él la acariciara. Le dijo con dulzura:
-Miguel,
mientras en La Rosita florezcan los curarires, vivirá siempre mi amor por tí!
El la
escucho ensimismado. Mansamente la beso en la frente, como si el aire nocturnal
pusiera tibieza en el ardor de su sangre.
-Vamos
María Luz, se hace tarde y debes regresar a tu hogar. Qué dirá doña María?
María Luz
no hizo caso de la advertencia. Estaba contenta y sentíase feliz. Hubiera
deseado quedarse eternamente allí con Miguel. Despreocupada le tomo la mano y
lo guió por la vereda hacia el rancho de la escuela. Cuando llegaron, la luna
oculta tras las grandes nubes, obscurecía el lugar y en la enramada, María
Cruz, preocupada, esperaba impaciente la llegada de su hija. Había encendido
una gran fogata par alejar la plaga. Cuando descubrió que María Luz se acercaba
en compañía de Miguel, sintió cierta tranquilidad.
-Hasta
cuando tendré que repetirte que no debes esperar la noche en esos caminos? Me
has tenido en ascuas; la próxima vez seré más severa contigo.
Se
adelanto a ellos y ni siquiera esperó el saludo de Miguel.
-Válgame
Dios doña María, andando conmigo puede usted tener la seguridad de que nada
ocurrirá a ella, que no me ocurra primero a mí. Buenas noches –agrego él-.
-Buenas
noches hijo, donde la has encontrado?
-No se alarme,
que ni se perdió ni la he encontrado. Sencillamente estaba escuchando la charla
que dí hoy a los hombres. A ella le pareció muy interesante y prefirió esperar,
sabiendo que yo la traería.
María Luz
no objetó nada. Abrazó a su madre y sin despedirse de Miguel, entró en el
rancho. Miguel y María Cruz permanecieron largo rato conversando a la luz de la
fogata. Era la costumbre de ellos cuando se veían. Él le hablaba del huerto
experimental y ella le daba cuenta de cómo marchaba la escuelita. Cuando él tomo
el camino de regreso, una completa obscuridad habíase cernido en todo, pero con
la luz del amor encendida en su pecho, todo le parecía claro y hermoso: el
siquiera miraba el sendero, iba absorbido por su propia ensoñación. En su
corazón de hombre bueno y valiente, lo golpeaba fuertemente el amor por María
Luz. De vez en cuando detenía sus pasos, como si quisiera escuchar mejor sus
propios sentimientos. Y allá en la escuelita, María Luz, en dulce desvelo,
escuchaba también en sus recuerdos, las ardientes manifestaciones de Miguel.
---
Era un mes
de Junio y aquella tarde esplendorosa y brillante, traía en la suave brisa un
algo inquietante. Las sedosas bellotas de las laras pulverizaban el aire con su
polen fragante y se mezclaba al perfume de los dividives florecidos y a la
olorosa resina del cari-cari. En lo más alto de una ceiba que formaba como un
recodo en el ancho camino, varios pajarillos cantaban melódicamente mientras la
brisa rizaba marullitos en sus plumas. Un jinete cabalgaba a trote en su montura
y al pasar, indiferentes, las cabras montaraces lo miraban sin parar su
incesante rumiar… Era Miguel Ángel alegre y feliz , en su pecho florecía la
esperanza como matita de amor. Cantando alegremente a medida que avanzaba por
el camino bordeado de tapaleches y pica-pica, los últimos reflejos del
atardecer, tras el follaje de los arboles, ponían sobre su espalda, toques de
sombra y de luz. Cariñosamente golpeó el pescuezo del animal y habló en voz
alta:
-Ah,
querido amigo, no sabes qué hermoso es mirarla con la última luz del
ocaso… Si ella se dejara, ni tu ni este
pueblo que tanto quiero, me detendrían… Sin remedio me iría hacia la extinción,
hacia la muerte… qué sería yo sin ella?
Las tardes
en La Rosita se caracterizaban por una dulce quietud. A medida que el sol
avanza hacia el zenit, la frescura del atardecer, pone en el ambiente un
agradable sopor. El “estoy triste”, infaltable avecilla, en las tardes
melancólicas, pone en la tristeza del anochecer, su quejumbroso canto y en los
jagüeyes medio secos, los zancalargos, como si ensayaran pasitos de algún
minué, picoteaban la yerba con rítmicas reverencias. Pero para Miguel nada de
eso existía, absorto en sus pensamientos únicamente pensaba en su María. Una
fresca carcajada detuvo su marcha y al volverse, entre los matorrales, fresca
como una cayena, asomó María Luz su cara redonda.
-Pícara,
me has cambiado la barrera?
Ella no
contestó, parada en la mitad del camino lo observaba complacida. Adoraba ese
hombre, concepción plena de todas sus aspiraciones: fuerte, viril, valiente,
arrogante y sereno. Qué más podía pedir? Qué le importaban a ella los hombres
pulidos de la ciudad de los que tanto le escribía el tío Cosme en sus cartas?
Hombres instruidos que conocían el mundo… pero, lo conocerían tan bien como Miguel
Ángel que había aprendido a comprender la naturaleza; que hablaba a los
campesinos de cosas maravillosas, que sabía en qué clase de terreno debía
sembrarse las diferentes semillas; que conocía los sistemas para la
conservación de los suelos y conocía la ayuda beneficiosa o el daño que
proporcionaban algunos insectos y que era en fin, como el joven padre de todos
los viejos campesinos. Podrían los hombres de la ciudad ser más pulidos y
conocedores del mundo que Miguel Ángel, el “rompe vientos” de todas las
siembras y cosechas de La Rosita? No. No le cabía duda alguna, Miguel Ángel era
único. Único en su valor… único en su sabiduría. Para ella no habría ninguno
más pulido ni más conocedor de mundo que pudiera aventajarle… Miguel se acercó.
Con sus fuertes brazos rodeó su cuerpo. Un dulce estremecimiento hizo volver a
María Luz de su arrobamiento.
-Amor mío,
qué hermosa estás, qué fragante! Hueles más que un manojo de limoncillo… déjame
besarte. Sabes cuantas leguas he andado desde el rancho del viejo Ubaldo,
únicamente para besar tus labios frescos y dulces como la patilla recién
abierta?
María Luz,
sonreída, movió negativamente la cabeza y su cabellera suelta y desordenada le
cubrió la frente.
-No lo
sabes ni te lo imaginas siquiera?
-Pues
cinco leguas, mi gacela, que cuando son charlas agrícolas, a pesar de
recorrerlas, no son nada; pero cuando se trata de ti, que te pienso y deseo en
mis brazos, ni el camino al cielo me parece más largo!
La apretó
fuertemente contra su pecho de hombre ardiente y enamorado.
Esa tarde
de junio todo florecía en torno. Las matas de suspiro exhalaban su agradable
aroma de fruto maduro. Miguel y María, sentados en un pretil formado por el
arrastre de alguna cañada, se apretaron fuertemente, como si quisieran fundirse
en una sola humanidad. El vuelo de algunos pajarillos miedosos de la noche por
venir, los hizo volver del profundo arrobamiento. Él le acarició el mentón y la
beso intensamente.
-María
Luz, levántate y camina hacia el tronco de aquel árbol florecido y quédate allí
parada… anda.
Díjole él
dominado por extraña exaltación. Ella obedeció tranquilamente. Se situó al pie
del florido curarire y como símbolo vertical espero en silencio. Él la miro
arrobado y con fuerza sacudió las ramas del curarire. De nuevo volvió a su sitio
y observo largamente a María Luz.
-Qué
hermosa te ves así, con las flores sobre tu pelo, pareces una sílfide. En todo
el Olimpo no hay una diosa como tú… Venus si te viera, celosa, se hundiría
nuevamente en las espumas del mar…
-Pero
Miguel Ángel…
Calla,
calla… no te portes avara en este hermoso momento. Nunca te he amado más…
Quiero recordarlo siempre…
Las
oscuras sombras del anochecer, sucedieron al brillante reflejo del ocaso. Era
la hora cuando la profunda melancolía de todas las despedidas, ponía en el alma
de ellos, su gotita de amargura.
-Debo
regresar.
Dijo
triste María Luz.
-Sí, ya
debes irte.
María Luz
dijo mimosa:
-Por esto
no quiero la noche, porque a pesar de ser bella y olorosa a madreselva y
lirios, me separa de ti. Te amo Miguel y nada, nada podrá ya robarte mi cariño.
-Lo sé
amor mío. Pero recuérdalo siempre. No quiero que la vida o las circunstancias
te lo hagan olvidad. Porque sin ti no sé qué haría en el mundo… No… no podría
vivir sin ti!
La beso
tiernamente en los ojos, las mejillas y el pelo. Le dijo nuevamente:
-Ven María
Luz, gocemos el último momento de esta tarde. Recuesta tu cabeza en mi pecho…
cierra los ojos. Recuerdas aquel bello poema que aprendimos cuando niños?
-Recítalo
amor mío…
Miguel con
voz dulce y muy quedo al oído de María Luz, recitó:
-“Eres
cual lirio que guardó el camino y puso frescor en la hondonada, delicado
jazmín, que regaló su blancura en la enramada”…
---
Y por
cinco primaveras florecieron los curarires de La Rosita, mientras Miguel y
María tejían bajo su sombra, la amarilla guirnalda de su amor… Y en la playa
los pescadores románticos pescaban con la luna y la escuelita se volvía cinco
veces más pequeña, para los chicos que crecieron cinco años más… Cinco años de
paz y amor…
Capitulo V
Una mañana
de octubre el pájaro de la tristeza revoloteó sobre La Rosita, habitualmente
despreocupada y alegre… Habían matado un hombre; un hombre honrado y
trabajador, No pertenecía a los agricultores de la cooperativa, pero era un
hombre de La Rosita y eso bastaba para que cada uno sintiera la desgracia como
suya propia… Los peones que bajaron temprano del monte arriba, trajeron la
noticia: Simeón Labarca, padre de familia y dueño de un hato de cabras,
próspero y solvente, había sido ultimado por
“el tuerto”, vecino suyo y con quien por largos años sostuvo un injusto
pleito de linderos. El tuerto era un mal hombre venido de no se sabe de dónde.
Sus mal intencionadas actuaciones le habían granjeado el apoyo y simpatía del
Coronel Carmona, terrateniente de vastas extensiones en las márgenes del rio
Limón. Bajo su consentimiento y dirección, había cometido varios despojos a
humildes campesinos.
Este hecho
consumado por la persona menos querida en La Rosita, llenó de odio el corazón
de sus hombres. Miguel los llamo a reunión. Contrastaba bajo la enramada del
huerto experimental, rodeada de trepadoras y jazmineros, el rostro triste y
enjuto de los campesinos. Algunos mascaban chimó, pero ninguno pronunciaba
palabra alguna. Al llegar Miguel se pararon y se acercaron a él. Muy calladamente
lo saludaron, como si el muerto fuera suyo. Sabían cuanto pesaban las
desgracias del pueblo, sobre el corazón de Miguel Ángel.
En el
huerto las parcelas separadas simétricamente lucían los gallardos asomos del
maíz y el ajonjolí y más allá los verdes copos de las plantaciones de cítricas,
ponían cierta esperanza en la tristeza del ambiente. Miguel miro lejos. Su
mirada pasó de largo sobre los verdes cultivos y descansó en la línea azul del
horizonte. Un hondo suspiro ensanchó su pecho. Con fuerza golpeó la mesa con su
puño.
-No hay
justicia, amigos, no hay justicia.
Crispó las
manos nerviosamente.
-Y tenemos
nosotros los hombres de La Rosita que soportar esto? No ahora únicamente, sino
una y otra vez! Cada vez que a ese canalla se le ocurre que necesita tierra o
animales, acaba con nosotros?...
La ira
puso brillo en sus ojos y temblor en la barbilla. Dándose vuelta señaló a tres
del grupo.
-Vengan,
que se sabe de ese desgraciado y de los hijos del viejo Simeón?
Uno de los
hombres se adelantó. Tímidamente daba vueltas entre sus manos callosas, al ala
sucia de su sombrero. Se paró delante de Miguel miró a un lado y escupió la
negrura del chimó, pestañeando nerviosamente.
-Pues
Miguel –dijo tartamudeando un poco- esta madrugada cuando venía de “arriba”,
había varios hombres en la tienda del ñato. De labios del comisario, que
también estaba a presente, oí decir que ya el tuerto estaba bajo la cobija del
Coronel Carmona –mascó un poco y continuó- Ahora, los tres hijos de Don Simeón,
anoche mismo cuando supieron el hecho, tomaron armas y andan tras el rastro del
sinvergüenza.
-Y el
comentario general cuál era?
Preguntó
Miguel.
-Bueno,
algunos comentaron que nada podía hacerse contra ese hombre!
Miguel
observó los campesinos en silencio. Había cesado el temblor de su barbilla. En
el rostro asomó su serenidad habitual. Habló con aplomo
-Aquiles,
Ramón y Antonio, acérquense. Ustedes irán a mi rancho y tomarán las armas
necesarias. Cada uno debe ir acompañado, por lo menos de cuatro o cinco hombres
–haciendo trazos en la arena continuó- Aquiles, con tus hombres, de la manera
más oculta posible irán a lo largo del rio, hasta más allá del dominio de los
Carmona, tú Ramón, con los tuyos buscarás desde Las Cabimas hasta la desembocadura
del Limón y Antonio con los de él tomará a La Rosita, Santa Cruz y Gonzalo
Antonio. Utilicen toda la malicia y sagacidad de que son capaces para averiguar
el paradero de este hombre. Hay que encontrarlo antes de que alcance la
frontera o el Coronel Carmona lo esconda, como siempre hace.
Después de
algunos comentarios, cada uno partió a su destino.
Habían
pasado dos días desde la huida de “el tuerto”. Las autoridades de El Moján se
habían presentado en La Rosita para llenar los requisitos de ley y tomar las
previsiones del caso. Más, los hombres de Miguel no se dieron por entendidos.
Estuvieron ausentes en las averiguaciones del crimen; al otro día del hecho,
las comisiones nombradas por Miguel, habían salido tras el rastro del criminal
y Miguel entretenía su impaciencia y la de los campesinos, en las faenas
agrícolas del huerto. Ese día, como si presintieran algo, los hombres se habían
quedado conversando bajo la enramada y Miguel revisaba cuidadosamente, las
instalaciones de la maquina escardadora de algodón, que sus hombres acababan de
instalar.
En el
occidente el ocaso lila prendía su flor de tristeza en el corazón de los
campesinos. Miguel, preocupado, ni siquiera esa tarde había buscado el cariño
de María Luz.
-Miguel…
Miguel…
Era Lucina
que llamaba. Venia corriendo. El vestido casi harapiento y sucio, con el viento
se le pegaba a su cuerpo descarnado. Hacia movimientos con sus brazos llamando
a los hombres. Ellos se acercaron con cierto recelo. Escenas como esa
protagonizaba Lucina continuamente cuando bebía. Miguel se acerco también al
grupo.
-Miguel,
acaban de traer del monte a Pragedis, el hijo del viejo Simeón. Está moribundo.
Creo que lo picó un guayacán…
Lucina
hablo aceleradamente. Estaba excitada. La carrera hasta el huerto experimental
la había dejado extenuada. Cuando terminó de hablar, secó el sudor del rostro
con la manga de su vestido. Sacó del seno una botellita de ron y bebió
ávidamente. Miguel se quedo observándola.
-Está bien
por hoy, Lucina –arranco de su mano la botella- acompáñanos…
El
trayecto al rancho de difunto Simeón lo hicieron a pié. A pesar de la
distancia, Miguel no quiso utilizar las bestias. Caminaron en silencio. Antes
de salir había sostenido un corto diálogo con Lucina. Supo por ella, que
Pragedis mismo se había hecho una sangría, tan pronto la serpiente le había
picado. Esto lo tranquilizó un poco. Igualmente le hizo saber que Juan, el hijo
menor de viejo Simeón, tenía casi atrapado al “tuerto”, en las cercanías de
caño Guerrero. Cuando llegaron al rancho del difunto, había unos cuantos
hombres bajo la mata de guácimo, cerca del corral, en el mismo sitio donde
habían ultimado días antes al viejo Simeón. En el centro del grupo estaba
Pragedis, sentado en un taburete. Su rostro lucia pálido y la mano izquierda,
envuelta en gasa, pendía sobre su pecho, sostenida por un trapo pasado por el
cuello. Al acercarse Miguel y sus hombres quiso levantarse, pero Lucina se lo
impidió.
-No te
levantes. Habéis perdido mucha sangre y estáis muy débil.
-Qué hay
Miguel?
-Hola
Pragedis!
Los demás
hombres se quedaron en silencio. Miguel se paro delante del enfermo y lo
observó cuidadosamente. Sus manos crispadas las disimulaba entre las
faltriqueras y nerviosamente, una y otra vez, apretaba los labios. Por fin
hablo:
-Cómo te
sientes?
Me siento
un poco más fuerte Miguel. Para mejorar solo me falta que acabemos de liquidar
al bandido…
Apretó
fuertemente la mano que tenía libre. Por su rostro joven y curtido, resbaló una
lágrima. Temblaba su barbilla y todo su cuerpo. Bajó el rostro. Miguel no se
dio por entendido de aquella debilidad. Volvió su cara hacia otro grupo.
-En qué
forma le han curado la herida?
El
aludido, como si lo hubiesen tomado por sorpresa, abrió un poco los ojos y
escupió a un lado su mascada de chimó.
-El mismo
se curó. Tan pronto sintió la hincada de la serpiente y la vió prendida de la
rama en que acababa de apoyarse… Allí mismo, sin perder ni un segundo, sobre la
misma rama de un machetazo corto el dedo mordido por el bicho.
-Y la
cabeza del guayacán?
Agregó
otro del grupo.
-Y no lo
ha visto el médico?
-Sí, de
regreso a El Moján, el médico lo examino muy bien, le puso una inyección y le
curó la herida. Dijo que en esa forma ya no había peligro.
Miguel ya
más tranquilo se volvió hacia Pragedis. Silencioso lo miró. Cariñosamente
golpeó sus hombros.
-Somos
hombres, Pragedis, y solamente dos atributos nos distinguen como tales: el
valor y la dignidad. Sin ellos nada valemos y sería mejor que nos matara el
veneno de un guayacán o la villanía de un “tuerto Valladares”!
Las voces
de unos hombres en el tranquero, llamó la atención de todos.
-Juancho
agarró al “tuerto”. Ya se acercan por Las Cuevas. Gritaban los hombres mientras
se acercaban al grupo de Miguel. Miguel Ángel miró a Pragedis. Lucia sereno y
pálido. Pero respiraba con dificultad.
-Cálmate
Pragedis. El valor y la dignidad de nada nos sirven si no tenemos serenidad.
Miguel se
acerco a Pragedis. Con naturalidad rebuscada sacó de la funda la pistola de
Pragedis y la puso en su mano.
-Creó que
debes aflojarte el cincho.
Dijo
disimuladamente. Inmediatamente dando acción al dicho, aflojó el cincho en la
cintura de Pragedis. Le golpeó suavemente la espalda.
-Mientras
traen al “tuerto”, voy a la playa. Volveré en seguida.
Ubaldo,
que estaba escuchando la conversación de Miguel con Pragedis, al ver que se
alejaba, le gritó desde el otro lado del grupo:
-Es Miguel
y nos vamos dejando este asunto pendiente? Todavía no han traído al “tuerto”…
Miguel se
volvió hacia Ubaldo.
-Cuántos
de su parte trae el “tuerto”?
-Supongo
que ninguno.
Contesto
Ubaldo.
-Entonces
esto hay que arreglarlo de hombre a hombre. Vámonos, en todo caso estaríamos de
más.
El resto
de los hombres que escuchaban, también se alejaron. Cuando Miguel volvió el
ostro, bajo la mata de guácimo, Pragedis, de pié con el coraje de los hombres
verdaderamente machos, asomado en su cara, retenía en su mano la pistola. A su
lado, cerca de él, Lucina, como un ángel protector, no se movía. Habían andado
Miguel y los hombres un corto trecho, cuando se agregó al grupo Juancho, el
hijo menor del viejo Simeón. Al verlo, Miguel lo interrogo con la mirada.
-Traje al
sinvergüenza… Pragedis es mi hermano mayor… no podía negarme…
No bien
había terminado de hablar Juancho cuando se escucharon casi al mismo tiempo,
disparos de pistola y de fusil: Los
hombres se pararon a la mitad del camino. Lucina apareció entre los matorrales.
-Pragedis
solo recibió una herida leve en el hombro. No quiso que lo curara. Dijo que
todo le pasaría con un sobo de café.
-Y…?
Preguntó
Miguel Ángel. Lucina no contestó.
Asintió con su cabeza y se tapó el rostro con las manos mugrientas. Lloraba
convulsivamente.
-Qué te
pasa?
-Es que no
me gusta que se maten los hombres entre sí.
-No se
matan los hombres entre sí, Lucina. Se mata a sí mismo el individuo con sus
obras y acciones. Quién quería la vida del “tuerto” en estos lugares? Nadie,
absolutamente nadie. Era nuestro azote. Es que acaso no tienen los hombres de
bien, derecho a vivir en paz?
-Sí, sí,
así es Miguel Ángel.
Dijo
Lucina muy quedamente. Mirando disimuladamente a Miguel Ángel, trató de sacar
de su regazo la botellita de ron. Miguel la miró fijamente. Ella bajo los ojos
avergonzada y disimuladamente arregló la sucia pañoleta que llevaba al cuello.
Con voz entrecortada agregó:
-Sí, sí,
vivir en paz…
Esquivo el
grupo y nuevamente se perdió entre los arbustos. Miguel y el resto de los
hombres continuaron su camino. Sobre la línea del monte, la luna asomaba una
tenue claridad y las luciérnagas, de
trecho en trecho, ponían sus gotitas de luz. Telémaco, el más joven del grupo,
comenzó a entonar una dulce y vieja canción:
-No se me
meta compadre, que yo soy de los de Toas, y aunque soy un pescador, me fabrico
mis canoas…
Alegremente
el resto del grupo, contestó al verso:
Y aunque
somos pescadores, no aceptamos entradores…
---
Habían
pasado tres días desde que los hombres de Miguel salieron en busca del “tuerto”
Valladares y en el huerto experimental, los hombres, a pedido de Miguel, no
volvieron a hablar del asunto. Miguel aprovecho para entretenerlos, hablarles
de la importancia de la escardadora de algodón y enseñarles el manejo de la
misma. Por la tarde calmaba un poco su inquietud, en el dulce cariño de María
Luz. Echado sobre la blanca arena de la playa, Miguel no podía ocultar su
preocupación. María Luz, a su lado, trataba con mimos de animarlo.
-Miguel…
-Um…
Musitó sin
despegar los labios. Busco sus manos y las apretó fuertemente.
-Es que no
vas a hablar esta tarde?
-Quizá tú
no comprendas María Luz… Pero cuando se tiene que matar por dignidad…
-Y quién
va a matar por dignidad. Desde que se mata no se es digno.
-Es que la
vida, amor mío, es esencialmente circunstancial! Lo que hoy se hizo por
cobardía, en alguna otra ocasión podría hacerse por dignidad. No me refiero a
esa dignidad mal entendida, que algunos hombres de mente enfermiza no reconocen
como orgullo estúpido. Me refiero a la dignidad moral, comprendes? A las
situaciones en que la vida pone al individuo a obrar hasta contra sus propias
convicciones. Únicamente porque sea el lado justo, el camino correcto…
Cortó sus
palabras. Se quedó mirando los negros ojos de María Luz. Sus labios húmedos y
la cándida expresión de su rostro, alejaron las penas de su alma. La atrajo
hacía sí con fuerza, besó sus tibias mejillas y allí, sobre la blanca arena, entre
beso y beso le enseño la matemática precisión de la marea, en bajamar y
pleamar.
Capítulo VI
“La Luisa”
se llamaba la canoa del viejo Ubaldo y aquel fresco domingo todos los chicos de
la escuela, de piernas en el agua, abordaron la canoa que anclaba a pocos
metros de la orilla de la playa, tremolaba en el mástil, con el vaivén de los
marullos y la suave brisa, se bandera desteñida y roída. En la orilla, las
madres daban sus últimas recomendaciones a María Cruz. Decía una:
-Ya sabe
doña María, mi muchachito se resfría de cualquier cosa.
La otra:
-Se la
recomiendo, maestra, no me la deje salir. Me dicen que en El Moján hay muchos
peligros.
Más allá
otra decía a su chico:
-Ya sabéis
mi amor, no andéis descalzo, hacele caso a la maestra. María Cruz escuchaba con
paciencia aquel rosario de requerimientos maternales. Llevaría en la canoa de
Ubaldo a la mayoría de los niños de la Escuela, como lo hacía todos los años,
para que hicieran su primera comunión en las festividades del Santo Patrón de
El Moján. Allá los esperaba Benjamín, el sacristán de la Iglesia y quién por
encargo de María Cruz, había arredrado la casa donde pasarían las festividades.
La mañana
era brillante y fresca. Miguel Ángel haría de timonel; María Luz ayudaría a su
madre en la tención de los chicos. Luego de apretones, besos y recomendaciones,
izó sus velas “La Luisa”.
Lentamente
“La Luisa” se alejó de la orilla. Sus velas hasta la mitad del mástil,
esperaban la brisa del sur la abrirse como alas de mariposa. A medida que se
alejaba de la orilla, las personas que se habían quedado observando su salida,
parecían muñequitos de algún escenario en miniatura. Miguel palanqueaba
rítmicamente y, entretenido silbaba una dulce melodía; sus ojos oscuros
atisbaban el horizonte y a medida que a largos trechos empujaba la palanca, su
rostro varonil y tostado, llenábase de gravedad.
-Doña
María, creo que soplará sur, sino ocurre ningún contratiempo, a más tardar las
diez, estaremos en El Moján.
-Crees tú
Miguel? Ojalá así sea.
Se limpió algunas gotas de agua que
cayeron sobre su rostro. Una fuerte ráfaga de viento desordeno sus cabellos y
María Luz, que desde la salida dormitaba sobre unos fardos, restregó sus ojos.
-Dios mío, si aún vamos por la
orilla de La Rosita. Pensé que ya llegábamos.
Miguel no prestó atención a sus
palabras. Estaba ocupado izando las velas; ya se habían alejado bastante y la
brisa del sur empujaría lo suficiente. María Luz arregló su cabello y se situó
estratégicamente, de manera que Miguel pudiera verla. El la observaba
tiernamente. Estaba descalza y su falda de grandes flores, atrevidamente sobre
sus rodillas. El yodo y la sal marina pusieron en su pecho varoniles deseos de
ella, Premeditadamente lo mortificaba. Una blanca gaviota atravesó el
firmamento. Había cogido pececitos en el agua y escapaba con su presa.
-María Luz, la quieres?
Dijo Miguel Ángel señalando la
gaviota. Sin esperar contestación tomó el fusil que llevaba junto al timón y
apuntó:
-No, no Miguel, no la mates!
Trató de levantarse para ir hacia
él, pero una fuerte oleada que llego por estribor, golpeó fuertemente la
embarcación. Todos los niños hasta entonces habían permanecido tranquilos,
medio dormidos, fueron impulsados hacia el otro lado. María Cruz ahogó un grito
de angustia y reuniendo todas sus fuerzas, trató de mantener la tranquilidad
entre los chicos que lloraban desesperadamente. El tiempo había hecho un cambio
brusco. Gruesas gotas comenzaron a caer. La prometedora brisa del sur, habíase
convertido repentinamente en un amenazador huracán. El cielo llenóse sorpresivamente
de obscuros nubarrones que apresuradamente ocultaron la luz del sol. María Luz,
trató de disimular el pánico que comenzaba a
invadirla y con lastimosa sonrisa acercóse a Miguel.
-Migue, Miguel…
Extendió hacia é sus brazos, pero
de nuevo una gigantesca oleada de agua y espuma invadió la canoa. María Luz,
parada en el centro de la embarcación fue alcanzada peligrosamente y lanzada
fuera de borda. El impacto sobre la superficie del agua encrespada fue
terrible. Doña María enloquecida, lanzaba gritos de angustia; los niños
aferrados a su falda, lloraban llenos de terror. Miguel que hasta entonces
había estado ocupado con el arreo de las velas, desesperadamente entregó el
timón a María Cruz.
-No deje usted el timón…
Con el alma llena de terribles
presentimientos lanzóse al agua. Era fuerte y acostumbrado a las luchas con el
mar, pero esta vez tendría que sostener todo el valor en el alma para salvar la
mujer que amaba. Una tercera oleada de agua dio en la canoa, ya al garete;
María Cruz, en la confusión había abandonado el timón para reunir todos los
niños en su rededor… Después de ver caer su hija en el agua, ya no le
impresionaba lo peor. Sólo deseaba salvar los pequeños inocentes… Llamaba a
Miguel, a María Luz, pero nadie respondía. Con la palidez del terror en su
rostro, con labios temblorosos, musitaba alguna oración. DE vez en cuando,
entre un marullo y otro, podía ver la recia humanidad de Miguel Ángel que
desesperado se hundía una y otra vez en el agua, buscando a su hija. A ella, el
terrible dolor de verla desaparecer bajo el agua, ya le había hecho perder el
juicio. No entendía, no oía y las brumas que formaba la gruesa lluvia que caía,
le impedía ver más allá de la canoa… De vez en cuando, como si fuera una voz de
ultratumba, escuchaba a Miguel que le gritaba:
-La he encontrado… se ha salvado…
aquí la tengo… Doña María… Doña María…
Pero nadie respondió. La lluvia
caía pesadamente sobre su cabeza. Le dolían los brazos y las piernas ya no le
obedecían sus impulsos. María Luz, exánime es sus brazos le ponía en el alma
una terrible angustia… De pronto, un golpe pesado sobre la superficie
encrespada del agua, puso en su corazón un negro presentimiento. Los
desesperados gritos de la niños confirmaron sus sospechas y al tratar de ganar
la distancia que lo separaba de la canoa, su cabeza hizo impacto con algo duro…
su mente atenta y vigilante se volvió gris y ya no pudo más…
---
Al mediodía, la tranquilidad de
El Moján fue interrumpida. Unos isleños que temprano traían un cargamento de
granzón, dieron la noticia. Había naufragado “La Luisa” del viejo Ubaldo de La
Rosita. Ellos milagrosamente habían tropezado a tiempo con el naufragio, para
salvar todos los ocupantes de la canoa… Menos una, que de acuerdo con los
dichos de los niños, era la maestra de La Rosita…
La noche del siguiente día del
naufragio, Miguel Ángel no pudo conciliar el sueño. Los sucesos acecidos el día
anterior, habían llenado su alma de intensa amargura. No podía apartar de su
mente la terrible escena: los niños desfallecientes, medio ahogados, sobre
palos y tablas, cubiertos de algas y espuma; María Cruz, radiante y valerosa,
dando hasta su último esfuerzo por salvar los chicos y por último, María Luz en
sus brazos inconsciente… Después el salvamento y la terrible certeza de la
muerte de María Cruz. Todo, todo se agolpaba en su pensamiento y en su alma de
hombre fuerte le carcomía hasta el último deseo de vivir.
En el poblado todo era confusión.
Los campesinos en pequeños grupos, en la playa, comentaban la desgracia. Las
mujeres, entristecidas por la irreparable pérdida de la maestra, lloraban su
desaparición. Miguel, en su rancho, insomne
y solo, lloraba en silencio la muerte de María Cruz, salió a la huerta y
recostado al añoso tronco de una penda, dio rienda suelta a sus pensamientos. María
Cruz había sido casi su madre, porque también es madre la que enseña; habíalo
orientado por caminos de sabiduría, convirtiéndolo en lo que hoy era. Su sabia
palabra había sido un faro en las tinieblas de su ignorancia y hasta lo había
enseñado a amar, en la prolongación de su vida: María Luz. Pero, que desgracia!
Ahora que era hombre para la vida y el amor, se la habían llevado nuevamente a
la ciudad, junto con la muerta, esta para darle sepultura y a aquella para
darle vida… Visa sí, pero la vida que corrompe, la vida de la sociedad con
todas sus lacras… La vida del vicio que sepulta las hermosas cualidades…
cualidades cultivadas en ella con tanto esmero por su madre María Cruz… Tan
dulce, tan sabia, que había preferido dejar la fortuna de una vida cómoda para
levantar su hija cerca de Dios, junto a los hombres buenos y sencillos del
campo… Pero los parientes… Esos terribles parientes, celosos de sus apellidos y
antepasados, se la habían llevado. Posiblemente presentían que ya María Luz
estaría enamorada de un campesino… El llanto contenido brotó a sus ojos
mientras las manos anchas y fuertes, se crispaban nerviosamente. A largos pasos
bajó a la orilla de la playa y sin observar los pequeños grupos de hombres, que
a la pálida luz de la luna comentaban aún los acontecimientos, corrió a lo
largo de ella, gritando como un loco. Los hombres, en silencio, vieron la
alargada figura de Miguel Ángel, alejarse, medio metido en el agua, dejando
tras él, un blanco encaje de espuma y sal.
Capítulo VII
Era una mañana de octubre y en la
ciudad de Maracaibo llovía copiosamente. María Luz, metida aún en su lecho,
observaba como las gruesas gotas que corrían por los cristales de la ventana,
parecían interminables lágrimas y cómo en el jardín las coquetas temblaban bajo
el agua.
Un delicado toque en la puerta de
su habitación, la hizo volver de su arrobamiento.
-Adelante.
Musitó con voz apagada.
Una criada en labrado platoncito
le traía jugo de toronja.
-Señorita, buenos días!
-Buenos días tengas, Antonia.
Cómo sigue el pequeño, aún con la naricilla enferma?
-Ah mi señorita! Qué muchachito
para haber salido con esa naricita tan olisqueona… a usté le parece que
habérsela quemado con creolina?
Y mientras María Luz tomaba el
jugo de toronja, la criada corrió la cortina sobre los cristales de la ventana
y una suave claridad invadió el aposento. Como si algo la hiciera recordar,
dijo en forma apresurada:
-Dios mío, señorita, lo más
importante que venía a avisarle… Una campesina ha llegado esta mañana, Muy
temprano, solicitando verla. Hace rato que está allí, toda mojada, pobrecita!
-Pero mujer, cómo no me
habías dicho nada! Y no dijo quién es?
Preguntó nerviosamente María Luz, apresuradamente salió del cuarto. Acurrucada
en un rincón, como si quisiera exprimir su propio cuerpo, estaba Carmencita
González. La dulce compañera de la infancia, limpia y fragante como la misma lluvia.
-Carmen!
-María Luz!
Tras un prolongado abrazo, Carmen
y María Luz, se besaron tiernamente en las mejillas.
-Estás empapada! En mi cuarto
cambiarás esas ropas húmedas…
Tomándola de la mano la arrastró
hacia su habitación. En el cuarto María Luz, dominada por extraña excitación,
revolvió las gavetas de su cómoda. No encontraba la ropa a pesar de tenerla en
las manos.
-Por Dios María! No te preocupes
tanto por mí… mirá, ya estoy casi seca.
Torpemente sacudió su falda.
-No, no puedes permanecer así…
Ah! Aquí está… ponte esta ropa interior de franela y esta blusa. Estamos en la
parte más alta de Maracaibo y en estos días lluviosos es fácil resfriarse…
Carmen en silencio cambio sus
ropas. Con una amable sonrisa miró a su amiga.
-María Luz, si supieras a qué he
venido, pero… decime? Dónde está esa prima tuya tan antipática de quien tanto
me escribías?
-Es haragana y se levanta tarde…
A las once por lo menos. Está después como dos horas en el baño y el resto de
la tarde lo pasa poniéndose cremas y enrollándose el cabello.
Ambas rieron alegremente.
-Ay amiga! No sabes cómo son
estas chicas de la ciudad… sobre todo cuando tienen cierta posición… uf! Si yo
te contara cuantas cosas raras tienen. No sé cómo he podido tolerarlas… tal vez
por no desairar a tío Cosme…
Carmencita, con una disimulada
sonrisa, miraba atentamente a su amiga. Ansiosamente María Luz le preguntó:
-Pero dime, a qué has venido?
Carmen comenzó a jugar con los
botones de la blusa y a través de los cristales, miró hacia el jardín. Habló
con cierta gravedad:
-María Luz, desde que te viniste
Miguel Ángel no dejo de recordarte. Lo hacía con tanta insistencia que todos
creíamos que iba a enloquecer. Vivía triste y pensativo… Abandonó las colmenas,
su hermosa huerta tan llena de siembras y frutos, dejo que la acabara el
gusano… Todo lo tenía olvidado. De noche siempre veíamos su silueta como una
sombra, por la orilla de la playa, hablando solo y mirando siempre hacia tu
casa… pero sabéis? De algunas semanas para acá está cambiando. Parece que
piensa distinto… por allá dicen que se quiere con la maestra, que 4es joven y
algo bonita. Eso dicen, porque a mí me parece bastante fea… figuráte: usa
lentes y tiene el cuerpo como el de tía Bustacia… Además es mona, muy mona.
Todas las tardes anda por la playa con pantalones, como si fuera hombre y con
un pañuelo en la cabeza como si fuera una muchacha de postal. Yo la aborrezco y
más aún, cuando oigo decir que Miguel Ángel la lleva a su hato y regresa
cargada de frutas y flores.
Carmen continuó con vehemencia:
-Porqué no volviste a La Rosita,
María Luz? Miguel Ángel te amaba con pasión!
María Luz bajó el rostro con
tristeza. El temblor de su barbilla denunció el llanto contenido.
-Yo también lo amaba, Carmen,
pero… los sucesos… la vida… me apartaron de su lado. Cuando murió mi madre, tío
Cosme me pidió que olvidara el pasado… La Rosita y todo lo que en ella había.
Quería comenzar una nueva vida…
-Pero como dejaste que mataran
tus sentimientos? No se puede luchar contra ellos!
-Sí, es cierto… pero tío Cosme es
lo único que tengo, quien ha visto de mí… no podía contrariarlo.
María Luz quedo silenciosa y por
un instante su pensamiento le trajo los gratos recuerdos de Miguel y en sus
oídos el vaivén del lago sobre las escolleras grisosas, puso de nuevo su nota
cadenciosa. El corazón aceleró su ritmo.
-María Luz, porqué no vais a
pasarte unos días en La Rosita? Y Carmen, con entusiasmo, abrió sus ojos
redondos.
-Ya Miguel no debe amarme,
además… estoy comprometida, lo sabías?
Carmen asintió con la cabeza.
Dijo temerosa:
-Por eso he venido, María. Sé que
no amáis a ese hombre. Vos a quien queréis es a Miguel y Miguel a quien quiere
es a vos!
Las dos suspiraron profundamente.
La criada entró nuevamente con dos tazas de café humeante y oloroso. Las dos lo
tomaron ávidamente. María Luz dirigiéndose a la criada:
-Antonia, llevaré a mi amiga a
San Francisco. Quiero que conozca a mi tío Cosme, prepárenos un ligero
desayuno. Quiero salir antes de que despierten tía Sara y Pepilla.
-Está bien, mi señorita.
Al salir la criada María Luz y
Carmen cambiaron sus ropas y se prepararon para el viaje.
---
En el sector rural de San
Francisco, hacía el norte y dando su frente a la verde extensión del lago,
tenía su residencia el tío Cosme. Asistido por Teresa, negra tataranieta de
algún esclavo de sus antepasados, quien, debido al trato justo y familiar de
Cosme, había permanecido a su lado, transcurría su vida, sin problemas ni
disgustos. Cosme había sido en su juventud, hombre de sociedad, fino, cuidadoso
en todo. En su mediana edad –después de una vida de placeres y satisfacciones-
unió su destino a una dulce mujer, de iguales condiciones. Llevaron una
tranquila vida hogareña por espacio de varios años, falleciendo ella de
enfermedad poco cónsona con su condición y aristocracia: viruelas. Esta
terrible desgracia sumió a Cosme en interminable tristeza. Tanta, que
considerando la inutilidad de sus muchos haberes en la enfermedad y muerte de
su esposa, traspasó la mitad de sus bienes a sus dos sobrinas, María Luz y
Pepilla, reservando para él, una pequeña renta que le permitía vivir tranquilo,
en la sencilla casita de campo que se hizo construir en San Francisco. Dedicado
a la meditación y al estudio, entre las olorosas resedas y nomeolvides, rodeado
de libros, con su antiquísimo piano alemán y sus dos perros cazadores, pasaba
sus días serenamente…
---
Por el camino que lleva a San
Francisco, conducía María Luz un pequeño carro negro. Más hermosa que nunca,
suelto su cabello los rizos bailaban al viento. A su lado, sencilla y
satisfecha, Carmencita sonreía silenciosa.
En San Francisco, aquella mañana
lucía brillante y olorosa. María Luz detuvo el vehículo frente a la casa de
Cosme. Al bajarse del carro, una dulce melodía llego hasta ellas. Cosme la
ejecutaba en el piano. Se detuvieron en la puerta. No querían interrumpir.
Cosme, sin volver el rostro preguntó:
-María Luz tal vez?
-Sí, soy yo tío Cosme, pero… Cómo lo has descubierto si estás tan
entusiasmado en tu piano?
-Y cómo no voy a reconocer tu
perfume linda mía? Hueles distinto a todas las mujeres. Nuestras abuelas con
sus perfumes de albahaca, espliego y azahar, no podrían igualarte!
Con un brusco movimiento, giró en
la pequeña silla, dando el frente a las chicas.
-Acércate, querida sobrina.
Cosme con un cariñoso ademán
abrió los brazos. María Luz, mimosa, corrió hacia su tío y besándolo
tiernamente, acunose entre sus brazos. Carmen, desde la puerta, observaba en
silencio. La había cautivado la varonil presencia de Cosme. Habíase imaginado
que este era un hombre viejo, rechoncho, con el cabello blanco y el rostro
surcado de arrugas. Pero el tío Cosme había resultado un hombre completamente
joven y agradable; no aparentaba más de treinta años, aunque María Luz le había
dicho que tenía cuarenta.
-Tío Cosme –dijo María Luz
zafándose de sus brazos- he venido para presentarte a mi amiga de la infancia:
Carmencita González Villalobos, una de las chicas bonitas de La Rosita.
Cosme se levanto y extendió su
mano a Carmen. Dijo con notada alegría:
-La única quizás, porque supongo
que su sencilla y encantadora belleza, no tendrá igual en La Rosita!
Carmen extendió su mano y los
dedos flexibles se comprimieron entre las manos fuertes y suaves de Cosme. Su
corazón latió apresuradamente. Era la primera vez que la presentaban de esa
manera. En La Rosita no había que presentarse; todos se conocían.
El reloj marco las diez de la
mañana. En la cocina, Teresa daba vueltas como una perinola y su falda de
múltiples colores, cansaba la vista. Indiferente cantaba una canción:
-“Ay! Si fueran los blancos
negros y los negros se blanquearan, ni los blancos ni los negros, por jamás se
perdonarán…”
De vez en cuando asomaba por la
puerta su cara redonda y obscura, miraba cariñosamente al grupo y continuaba:
-“Dijiste que me querías al saber
que era mulata y después me abandonaste, por la blanca ojos de gata…”
La fuerte lluvia que temprano había caído en la ciudad de
Maracaibo, en San Francisco se había convertido en una lluvia menuda,
refrescante y olorosa; las acacias florecidas, aún en sus pétalos pequeñas
gotas de agua, que temblaban como terroncitos de gelatina. Cosme, esa mañana,
lucio varonil, gallardo y gentil y Carmen, subyugada lo observaba en silencio.
Cosme dijo a María Luz:
-Bueno, chiquilla, cómo has hecho
para escaparte tan temprano? mi cuñada y sobrina debían dormir cuando ustedes
salieron de Maracaibo.
-Porque Carmen ha venido de La
Rosita, muy temprano y quería que te conociera… Además, ella me trae noticias
que tú también debes escuchar…
Cosme, con cierta curiosidad, se
dirigió a Carmen:
-Vamos, señorita González, de qué
se trata?
Carmen abrió sus redondos ojos.
En la punta de la nariz, asomaron gotitas de sudor. Dando vueltas al medallón
que colgaba en su pecho, habló con cierta timidez.
-Señor Cosme…
Con una rebuscada tosecita Cosme
la interrumpió.
-No me llames señor, dime
solamente Cosme… ya somos amigos, no es cierto?
Carmen sonrió amigablemente.
-Bien, es el caso que yo vine
expresamente de La Rosita para decirle a María Luz, que Miguel Ángel está
enamorado de la maestra… es decir… bueno…
-Cómo, cómo? Y quién es Miguel
Ángel?
-Ah! Y usté no lo conoce?
Volvió el rostro hacia María Luz.
Quería una explicación. Ella no dijo nada. Con cierto rubor miraba a su tío.
Carmen habló de nuevo:
-Ves, Cosme, comencemos desde el
principio. Resulta que Miguel fue discípulo de doña María Cruz, que en paz
descanse… Carmen hizo el signo de la cruz sobre su cara. Continuó hablando
-Como es lógico, fue compañero de
juegos de María Luz. Cuando ella regresó del Colegio, ya él era un hombre y se
enamoraron… Cuando murió ahogada doña María, usted se la trajo a ella, pero
Miguel no la olvidó nunca… Siguió amándola como siempre… Ahora dicen está
enamorado de la nueva maestra y que se casarán… pero yo no creo en ese amor!
Al terminar sus palabras salió al
jardín y bajo la Lara suspiró profundamente. Calladamente esperó la reacción de
Cosme y María Luz. Cosme frotó sus manos nerviosamente, dio unos pasos por el
pequeño salón y se paró delante de María Luz, que impávida, seguía sus
movimientos. El la miró fijamente.
-Porqué nunca me dijiste que
amabas a un hombre de La Rosita? Y si amabas a ese hombre cómo pudiste
comprometerte en matrimonio con otro? Supongo que no amarás a los dos! Qué me
dices?
María Luz se
quedo en silencio. Había ocurrido lo que siempre temió… Su tío Cosme había
descubierto sus verdaderos sentimientos! Gruesas lágrimas rodaron por sus
mejillas. Corrió hacia la cocina. Carmen quiso correr tras ella pero Cosme la
detuvo.
-Déjala
Carmen… es mejor para ella. Cuando haya llorado lo suficiente, sin que yo se lo
pida, desahogará sus penas en mí.
La tomó de la
mano.
-Ven, siéntate
a mi lado, hablemos de nosotros…
La gravedad
que momentáneamente invadió su rostro, había desaparecido. Una nueva expresión
le asomó a las pupilas. Habló con acento varonil.
-Cuanto te
agradezco que hayas venido y promovido esta escena. Hace mucho tiempo que busco
en el alma de mi sobrina para saber lo que quiere, pero nada! Todo intento es
imposible. Ella es impenetrable. Siempre he presentido que algo íntimamente la
hace infeliz…
Cosme cortó
sus palabras y por la ventana se quedo mirando como los pajarillos picoteaban
las flores de la acacia. Continuó:
-Después de la
muerte de su madre he hecho todo lo posible para hacerla olvidar… por ayudarla
a vivir de nuevo… Pero es hermética… De ella no conozco más allá de su mundo
campesino, sus gigantes cocoteros, sus pájaros, su vida infantil, pero… su
mundo interior está completamente cerrado para mí…
Con gesto
suplicante agregó:
-Podrás tú, mi
dulce niña ayudarme en esta empresa?
Carmen habló
con dulzura:
-Cosme, solo
puedo decirle que ella a quien ama es a Miguel… aunque se haya comprometido con
otro!
Cosme
entusiasmado salió al jardín. Arrancó unas flores de la acacia que le ofreció a
Carmen. En el rostro de ella asomó el arrebol. Bajó la cabeza, avergonzada. El
levanto su rostro tomándola levemente por el mentón y miró hondamente en sus
ojos.
-Eres joven,
muy joven… pero tus ojos denuncian la prematura madurez del alma. Dime Carmen,
no has amado aún?
Ella movió
negativamente la cabeza. Su rostro prisionero en su mano ancha y fuerte, la
obligaba a mirarle frente a frente los ojos curiosos y mundanos. Con un suave
movimiento apartó su cara.
-Es tarde.
Debemos regresar a la ciudad. Mañana temprano saldré para La Rosita.
Cosme seguía
observándola. Le agradaba su timidez y las cuidadas crinejas en moño sobre la
nuca. Con el ramo de flores en las manos, le parecía un digno modelo para un
cuadro de Regnault.
Esa noche Cosme
no pudo conciliar el sueño. Había llevado a las chicas a la ciudad y al
regresar, cierta contrariedad lo invadió profundamente. Quiso sentarse al
piano, pero los dedos lacios no obedecieron los impulsos. Teresa le trajo un
brebaje caliente que él bebió ávidamente. Se encerró en su habitación. No
acostumbraba acostarse temprano, pero esa noche se sentía dominado por una
extraña inquietud. SE tiró sobre su cama. Con los brazos cruzados bajo la
cabeza, soltó sus pensamientos. Habló para sí:
-Qué me pasa? Por
qué pienso tanto en Carmen? Qué he encontrado en esa chiquilla ingenua y
sencilla? Sus ojos, su rostro tal vez…? Y María Luz, porqué ha callado tanto
tiempo su verdadero sentimiento? A cuál de los dos ama realmente? Será capaz de
casarse con alguien que no ama por complacerme a mí únicamente? Tendré que
descubrirlo…
Encendió un
cigarro y distrajo sus temores con las espirales del humo. Suaves golpecitos en
la puerta llamaron su atención: La voz de Teresa se escucho potente:
-Cosme h
venido tu amigo el Cura, desea verte.
-Voy…
Salió a
atender la visita del Cura.
Cosme y el
Cura eran amigos desde que el se había mudado para San Francisco y a pesar de
que sus ideas eran incompatibles, se apreciaban sinceramente. Una vez, después
de acalorada discusión, quedaron disgustados. No se veían ni se visitaban. Pero
un día, cuando a Cosme ya no lo consolaban sus ejecuciones al piano, tomó el
camino a la sacristía. En la mitad del mismo se encontró con el Cura; el
también venía a buscarlo porque entre sus rezos, feligreses y demás oficios del
culto, echaba de menos la compañía de Cosme. Desde entonces no se disgustaron
más. Se decían y aclaraban conceptos. Discutían, pero tenían el común acuerdo
de despedirse siempre de buena amistad.
-Hola Ramón!
Dijo Cosme al
abrir la puerta.
-Qué hay
Cosme?
Sonriente se
sentó cómodamente en una butaca. Entreabrió un poco el cuello de su sotana y
limpió la cara con su pañuelo.
-Parece que
quiere meterse el calor.
-Si. Ahora
pienso que fue eso lo que no me ha dejado tranquilo toda la tarde. Sufrí de
extraño bochorno. Ni Mozart pudo quitármelo.
Rió y anudando
la cinta de su bata en la cintura, sentose frente a su amigo. Llamó a Teresa.
-Sí ya sé
Cosme, voy enseguida.
Pasado un
rato, la negra entró rodando una pequeña mesa y sobre ella tabacos habanos,
fósforos, una botella de ginebra y un juego de naipes. El Cura tomó de la pequeña caja un tabaco que
mordió ligeramente en una de sus puntas. Ambos se sirvieron de la ginebra y
tomaron pequeños sorbos. Dijo el Cura:
-Cosme esta
mañana vi en la puerta de tu casa el automóvil de tu cuñada, pasa alguna
novedad en la familia?
Cosme contestó
con cierta malicia:
-El automóvil
mío dirás. No, no pasa nada. Solo que esta mañana he conocido a la muchacha más
dulce y cándida del mundo!
-Ah… Entonces
ya no es tu esposa muerta la más cándida?
-Válgame Dios
chico, si mi esposa es la más dulce entre las muertas, pero esta lo es entre
las vivas, comprendes?
Con un guiño
gracioso Cosme se dispuso a llenar nuevamente los vasos. El Cura puso su mano
sobre el vaso todavía medio lleno.
-Calma Cosme,
no te precipites. Yo no tengo bochorno y además, fuera de María Santísima,
todavía no he conocido la muchacha más dulce y cándida.
Bebió un poco
de su vaso.
-Qué me
cuentas de esa gente. Todavía el segundo marido de tu cuñada sigue sin
trabajar?
Tomó los
naipes y se dispuso a comenzar el juego. Cosme sin contestar encendió un tabaco
y miró fijamente como el Cura barajaba las cartas. Al fin dijo:
-Y no
trabajará nunca. Tú sabes cuáles son sus excusas, fuertemente sostenidas por su
mujer.
-Nada de eso
Cosme… Ellos están empecinados en vivir de lo tuyo. Para que van a trabajar? Tú
no tienes hijos que te hereden, de manera que ellos ven su camino muy claro…
Pero en cambio cuando la Iglesia necesita algo…Tengo que pedírtelo dos o tres
veces… Si no fuera porque sostienes la escuelita parroquial, diría que eres el
más avaro del mundo!
Cosme rió con
una amplia carcajada.
-Tú sabes que
no es así. Yo vivo con lo necesario, pero mis parientes viven a mis expensas.
Ya el Cura
había distribuido los naipes y se disponía a hacer la jugada. Cosme lo detuvo.
-Qué te pasa…
Salgo yo.
Miró las
cartas y tiró sobre la mesa un caballo de copas. El Cura con las cartas puestas
sobre la boca, miró largamente a Cosme.
-Juegas o
robas del burro?
Preguntó Cosme
con interés.
-Paciencia
amigo mío…
Sonrió y tiró
sobre el caballo un rey de bastos.
-Ves? Sin
robar y sin nada ya llevas encima veintitrés puntos!
Cosme observó
las cartas en silencio. Tenía contraído el ceño y comenzó a morder sus labios.
Inesperadamente dijo con alegría:
-Desafortunado
en el juego…. Afortunado en el amor!
Tomó el vaso
con ginebra y bebió varios sorbos y mientras cogía carta de los naipes que
estaban sobre la mesa, dijo a su amigo:
-Sabes Ramón,
hoy descubrí algo que yo ignoraba.
Hizo la jugada
con un ocho.
-Sí? De qué se
trata?
-De mi sobrina
María Luz.
El cura apagó
su tabaco en el cenicero de cristal. Tomó un corto trago del vaso y continuó:
-Y qué le pasa
a la chica?
Tomó naipes de
la mesa. Jugó con un rey.
-Nada de
particular. Solo que he sabido que ella amaba a un hombre de La Rosita cuando
me la traje a raíz de la muerte de su madre.
-Que en paz
descanse!
Dijo el Cura a
l vez que anotaba en el papel los puntos de la última jugada. Cosme le preguntó
ansioso:
-Qué me dices
de lo que acabo de hablarte?
-Que voy a
decirte? No me parece raro que una muchacha joven y bonita se enamore.
-Sí, pero en
el caso que ella nunca me dijo nada y sin embargo, se comprometió con Ismael.
-Y qué le vas
a hacer? Así son las mujeres…
-Pero no me gusta
que se case con un hombre que no ama.
Miró sus
cartas y nerviosamente rascó su oreja.
-Dame otra
carta… otra.
Frunciendo los labios jugó con un siete. El
Cura tomó cartas de la mesa y con alegría tiro sobre el siete de Cosme, un rey
de espada.
-Te he ganado
nuevamente. Hoy estás de mala suerte…
-No lo dudo,
el asunto de María Luz me tiene hondamente preocupado.
Contó los
puntos de la jugada y anotó en la libreta.
El Cura reunió
todas las cartas en un solo montón. Miró a Cosme silencioso.
-Yo tenía entendido
que María Luz amaba a Ismael…
-Yo también lo
creía, pero ahora con la confesión de esa niña de La Rosita…
No terminó la
frase. De un sorbo, bebió el resto de la ginebra en su vaso.
-Yo tengo la
solución para ese problema… y muy fácil.
Dijo el Cura levantándose
de su asiento.
-Cuál es?
Dímela…
Preguntó Cosme
ansiosamente.
-Muy sencillo…
ponlos frente a frente a los tres.
Cosme exclamó
con alegría:
-Hombre! Cómo
no se me había ocurrido eso a mí? Ella frente a ellos dos tendrá que reaccionar
y de allí sacaré yo mis conclusiones!
Con una franca
carcajada Cosme puso punto final a la conversación. Echo ginebra en los vasos y
ofreció al Cura.
-Brindemos
amigo mío… por nuestra fraternal amistad…
El cura bebió
el contenido del vaso. Sacando un viejo reloj de la faltriquera, dijo con tono
somnoliento:
-Bien, creo
que ya debemos dormir. Son casi las once de la noche. No olvides que tienes en
contra sesenta y dos puntos en contra para la próxima partida.
Cosme lo
acompaño hasta el jardín y el Cura despidiéndose con una sonrisa, se perdió en
la oscuridad de la noche. Cosme se quedo
un rato frente a la casa. Estaba fresca la noche. De trecho en trecho algunos
cocuyos encendían sus lentejuelas de luz y los perros noctámbulos retozaban
indiferentes en la arena. A su pensamiento vino el recuerdo de su cuñada María
Cruz. Habría sido su mujer si ella no hubiera preferido a su hermano Gastón;
calabrote, mujeriego y bebedor. Ella creyó enderezar los torcidos pasos de
aquel hombre endemoniado y ni siquiera, cuando años más tarde, llegó del
extranjero la noticia de su muerte, quiso unirse a él. Prefirió ingresar al
Magisterio para trabajar por su hija. Al pensar en María Luz se llenó su alma
de preocupación.
-Tengo que
encontrar la manera de descubrir lo que quiere!
Tras estas
palabras miró por última vez las estrellas y penetró en su habitación.
Capítulo VIII
Aquella mañana
de octubre María Luz se levanto muy temprano. Ató sus cabellos con una cinta y
se encamino a la escuelita rural. La noche anterior había llegado a La Rosita
en compañía del tío Cosme, su novio Ismael, el Cura Ramón, Pepilla y la madre
de esta. Por deseo de Cosme, pasarían un fin de semana en La Rosita. Todavía el
sol no había aparecido en el horizonte y grandes nubes oscuras mantenían una
agradable penumbra en el lugar. No quiso llamar a la puerta de la casita
escolar. Aún debían dormir. Se encamino hacia los cerros en la orilla de la
playa. Aspiró fuertemente la brisa grata y salada. Observó con cierta tristeza.
Todo estaba igual: los lirios florecidos y la alta gaireña a un lado del rancho, exhalaban su perfume y
la extensa pica-pica, humedecida aún por el rocío nocturnal, brillaba como
verde alfombra de terciopelo. El olor de la brea y mene de alguna embarcación
curada, le llego del lago. Recordó a su madre y sus lágrimas corrieron por su
cara. A lo lejos, por la orilla, la silueta de alguien que se acercaba la hizo
estremecer. Sería Miguel Ángel? Su corazón como potro salvaje le brincaba en el
pecho. Secó sus lágrimas y esperó… De las sombras salió su voz:
-Juana, tan
temprano estás despierta…? Voy, espérame… A largos pasos subió el cerro. María
Luz comprendió que la había confundido con otra. La invadió un profundo
malestar.
-María Luz…!
Miguel Ángel
al descubrir quién era quedo paralizado. Un leve temblor invadió todos sus
miembros. Su boca abierta, se quedo sin palabras. María Luz aparentando
indiferencia, hablo pausadamente.
-Qué tal
Miguel?
-María, María…
cuanto tiempo sin vernos!
Quiso
acercarse pero ella lo rechazó bruscamente. Le dijo con dureza:
-Venias a
buscarla –miro hacia el rancho escolar- pues continúa tu camino…
-Cómo es
posible María Luz… Me botas así… Después de un año de no verte… Dime, qué te
trajo, con quién has venido? Las niñas de la ciudad no se levantan tan
temprano.
María Luz,
enumerando indiferentemente con sus dedos, contesto mirándolo en los ojos:
He venido por
capricho de tío Cosme que quiere pasar aquí un fin de semana; he venido con mi
novio y demás familiares… y, para qué las niñas de la ciudad debemos
levantarnos temprano? Para hacer arepas y lavar el fondillo sucio de los
campesinos?
Miguel Ángel
no dijo nada. Una triste sonrisa asomó a sus labios.
-Perdóname
María Luz… Pensaba que no me habías olvidado!
Dio media
vuelta y se fue al rancho escolar. Con suaves golpecitos llamó a la puerta,
como si estuviera acostumbrado a hacerlo todos los días.
-Juana,
todavía duermes? Ya sale el sol…
Desde dentro
le contesto una melosa voz.
-Miguel! Hoy
has madrugado… espérame un momento… ya salgo.
Miguel Ángel
mientras esperaba que saliera Juana, se quedo parado en la puerta, de espaldas
a María Luz. No quería mirarla. La dureza de sus palabras le golpeaba aún los
oídos y una infinita tristeza le carcomía el corazón. Salió Juana y él,
silencioso la tomo del brazo y se reunieron con María Luz. Habló Miguel:
-María Luz, te
presento a la señorita Juana Hernández, la actual maestra de La Rosita…
Dirigiéndose a
Juana:
-Juana esta es
María Luz… No tengo que decirte nada más…
Se apartó del
grupo y bajó los cerros. Juana inicio la conversación.
-Yo ya la
conocía, Miguel me ha hablado mucho de ustedes… de su maestra María Cruz…Cómo
encuentra el lugar?
María Luz
observaba el rostro de ella. No era tan fea como decía su amiga Carmen y su
nariz respingada, le daba cierto aire de niña ingenua. Le miró las manos. En
uno de los dedos llevaba el anillo de Miguel. Deseaba arrancárselo pero detuvo
sus impulsos. Al fin dijo:
-Todo está
igual, la misma monotonía… me he levantado temprano para decirle adiós para
siempre a este lugar…
-Cómo… es que
no piensa volver?
-Volver? Para
qué? Mucha razón tuvo mi madre cuando quiso sacarme de este villorrio…
-Tenía
entendido que su madre amó es lugar…
-Sí, pero para
mí quería otra cosa… No quería que yo también fuera una mediocre maestrita
rural –con rabia miró a la maestra- embrutecida, sin futuro…, Entre chivos y
pescadores…
Juana no
contestó. Sus labios temblaban como bordes de una honda herida. Corrió hacia la
casita escolar, cubriéndose el rostro con las manos.
---
Al mediodía,
Miguel Ángel quiso conocer a Cosme. Se dirigió al hogar de Carmencita donde
ellos habían pernoctado. Igualmente quería
volver a ver a María Luz. Cuando llegó a la casa de Carmen, Cosme y el
Cura conversaban en la enramada. Pepilla y su madre, sofocadas se abanicaban
con cartones y María Luz, recostada en un chinchorro, estaba pensativa. Cosme
con malicia, observaba sus reacciones y a su lado Ismael, su prometido,
indiferente, hojeaba una revista.
-Buenas
tardes…
Miguel Ángel
sacó de su cabeza el alón sombrero de paja.
-Buenas tardes
caballero…
Contestaron
Cosme y el Cura. Los otros observaron al recién llegado. María Luz no levantó
su cara.
-Soy Miguel
Ángel, antiguo discípulo de doña María Cruz y gran amigo de María Luz.
Dijo Miguel a
manera de presentación.
-Pase usted
amigo, mi cuñada me hablaba mucho de usted.
Cosme y el
Cura se levantaron y extendieron sus manos a Miguel. El las estrecho con
efusión. María Luz se levanto del chinchorro, se dirigió a su novio y tomó sus
manos entre las suyas. Dio el frente a Miguel y lo miró con ojos desafiantes.
Cosme observó con interés aquel gesto de su sobrina. Miró al Cura, éste hizo
con su cabeza un leve gesto de asentimiento. Cosme llamó a Ismael.
-Miguel Ángel,
quiero presentarte a Ismael, el novio de mi sobrina y quizá muy pronto su
mujer.
Dirigiéndose a
María Luz, le dijo con malicia:
-Y en esa
forma es que tú recibes a tu amigo de la infancia?
Miguel Ángel
adelantándose contestó:
Ya nos hemos
visto, Don Cosme, esta mañana muy temprano en la playa.
-Ah! Ya
ustedes se habían visto…
Miró a Ismael
que indiferente encendía un cigarro. Volvió sus ojos hacia el Cura y él,
apretando la boca, abrió los ojos con sorpresa.
Ismael tendió
su mano fina y cuidada a Miguel, que la estrecho entre las suyas fuertes y
rudas.
-Mucho gusto…
Dijeron ambos.
Se sentaron todos y conversaron. Cada uno a la vez. En la cocina, Carmen y su
madre se afanaban en la preparación de la comida. Carmen sabía que a Cosme le
gustaba comer bien y quería complacerlo. El resto de las mujeres se unieron a
ellas. Cosme premeditadamente invitó a Ismael a seguirlas y dejo a Miguel Ángel
solo con el Cura. Ambos se miraron. El Cura inicio la deseada conversación.
-Has vivido
siempre aquí hijo?
-Bueno Padre…
mi vida ha sido un poco accidentada, pero general mente es aquí donde he
vivido.
-Estás casado?
-No.
Y no has
pensado en hacerlo?
Miguel Ángel
se quedo un corto rato pensativo. Suspiro profundamente.
-Una vez… una
vez amé a una mujer… la hubiera hecho mi esposa, pero…
-Qué pasó…
murió?
Dijo el Cura
como si nada supiera al respecto.
No, vive… es
María Luz…
-María Luz,
pero ella se casa con otro…
-Sí, lo sé… y
estoy resignado.
El Cura,
enternecido por las últimas palabras de Miguel, lo invito para la playa. A lo
lejos, Isla de Toas, como la ondulante silueta de una mujer, recorta el
horizonte y los buchones buscando pececitos en el agua, abrían el abanico de
sus alas. Se sentaron sobre el casco medio enterrado de una vieja canoa. El
Cura comenzó la conversación nuevamente.
-Miguel Ángel,
tú crees que Cosme se ha movilizado hasta La Rosita únicamente para pasar un
fin de semana?
-Así me lo han
hecho creer.
-Pero no es
así, sabes a que ha venido?
Y el Cura se
dispuso a hablar claramente.
-Simplemente, para descubrir el
enigma de María Luz.
-Qué enigma?
-Cómo… No te das cuenta?
-No Padre. Ciertamente no.
-Tú eres parte importante en este
misterio y debes estar bien informado. Como sabes María Luz está comprometida
en matrimonio con Ismael, pero Cosme no quiere casarla, sin estar antes seguro
de que lo ama realmente.
-Pero yo no veo misterio en eso
Padre.
-Está bien, pero… Cosme con esa
intuición que lo caracteriza, ha descubierto que su sobrina no ama al hombre
con quien quiere casarse.
-Eso es absurdo. Si no lo amara
no se habría comprometido con él. Yo conozco bien a María Luz…
-La conoces –rio el Cura- bien
poco conoces los caprichos femeninos!
-Bien Padre, y si fuera como
Cosme supone, qué harían?
-Sencillamente no habría boda!
-Eso es imposible… ella ha dado
su palabra de matrimonio a su novio. No estaría bien que aceptara eso…
Qué importan las palabras, cuando
el corazón dice otra cosa!
-Ya su corazón lo ha dicho… se
casará con él.
-Pero ella te ama a ti…
Dijo el Cura tajante. Incrédulo,
Miguel Ángel habló:
-Si usted hubiera oído como ella
me trató esta mañana, sabría… como lo sé yo ahora, que ya no me ama.
-Te ha tratado mal?
-Muy mal… de una forma
despiadada…
-Cuando ella te maltrató, estaban
solos?
-No, me acompañaba la maestra.
-Ah! También estaba ella… entonces,
hijo mío… no cabe la menor duda… María Luz te ama todavía!
-Yo no lo creo… Estoy firmemente
convencido.
El Cura sin hacer caso de las
palabras de Miguel, le golpeó suavemente la espalda. Le dijo con voz paternal:
-El amor ha venido a buscarte a
La Rosita!
-Yo no lo creo… Hay verano, será
largo tal vez… no hay suspiros ni resina de cari-cari… los araguaneyes no
florecerán aún…
Como sonámbulo se levantó y tomó
el camino hacia la orilla del lago. La suave brisa vespertina le trajo al Padre
las últimas palabras de Miguel:
-Sin ella ya no habrá primavera,
ni siembras, ni frutos… arena solamente, viento y sal.
El Cura no conocía aquellos
estados febriles de Miguel. Tuvo temor y corrió a su lado pero Miguel se perdió
entre los matorrales amparado por la semioscuridad del atardecer. Oyó cuando se
tiró al agua. El Cura se lleno de desesperación. Gritó con fuerzas.
-Miguel… Miguel… Qué haces, has
perdido el juicio?
Nadie contestó. El Cura dijo con
voz apagada:
-Pobre muchacho…
-No se preocupe Padre…
Una voz, en la oscuridad que ya
lo envolvía todo, se escuchó sonora; el que hablaba se acercó.
-No sabe usted que nuestro Miguel
Ángel, desde que murió ahogada la maestra María Cruz, que en paz descanse –se
persignó- y se llevaron para Maracaibo a su amor María Luz, le dan
frecuentemente esos ataques de locura? Solo le pasa después que sale del agua.
-No diga eso compadre, Miguel no
sufre de locura… lo que pasa es que es macho y cuando un hombre se enamora anda
como cabra que no tiene por dónde meter la cabeza!
Dijo el que lo ayudaba a empujar
la canoa. Continuó:
-Todos los hombres sabemos, con
el perdón del Padre, que esa vaina es seria!
-Jesús María y José –alegó el
Cura temeroso- está muy oscura la noche para esas palabrotas, criatura…
-Pero sabrosa para coger robalos
Padre.
El hablaba escupió más negro que
la noche. Sacó del bolsillo del chamarro una bolita de chimó que tiró en su
boca. Volvieron a su tarea.
-Hasta luego Padre, no se
preocupe por Miguel Ángel… ya le pasará. Regrese por la veredita que sube al
cerro.
Otro del grupo agregó:
-Si tenemos buena pesca serán
para usted los más gordos!
-Bien hijos míos… vayan con Dios…
Recogiose la sotana y con la
agilidad de una gacela subió a trancos por la vereda del cerro.
---
Cuando el Cura Ramón regresó a la
casa de Carmen, todos conversaban alegremente. A un lado de la enramada, sobre
las ardientes brazas ensartados en un largo punzón, varios pescados sudaban su
manteca y en la olla, los blancos trozos de yuca danzaban a la música del
hervor. Cosme lucia feliz. A su lado, Carmen lo atendía solícita. María Luz,
desde que Miguel se fue a la playa con el Cura, indiferente a lo demás,
dormitaba recostada en una hamaca, simulando un fuerte dolor de cabeza. Al
entrar el Cura, Cosme lo llamo a su lado.
-Ramón, mientras Carmen me
prepara un poco de café, hablemos un rato los dos.
Carmen penetró en la cocina y
ellos se sentaron, premeditadamente, cerca de Ismael, que indiferente al lado
de Pepilla, se distraía con el humo de su cigarro. Cosme quería que
indirectamente, Ismael escuchara lo que iba a decirle a su amigo Ramón.
-Ramón… he estado pensando, que
cerca como está la boda de María Luz con Ismael… yo debía arreglar mis asuntos.
Hizo una seña de entendimiento al
Cura, éste agregó:
-A qué asunto te refieres?
-A los de mis bienes…
-Pero tus bienes los pasaste a
tus dos sobrinas, no?
La mitad de ellos… Quiero dejar
lo demás a Pepilla, porque… -alzó un poco el tono de su voz- María Luz tendrá
su marido que vele por ella, distinguido, de buena sociedad, con alguna
proporción económica, en cambio… la pobre Pepilla, que no es tan hermosa que
digamos, sólo tiene padrastro haragán y una madre envanecida. Pobrecilla!
-Y crees que eso agradará a
Ismael?
-Bueno… yo creo que él no se casa
por el dinero de mi sobrina… creo que sencillamente la ama… Él es joven … puede
hacer dinero…
-Le notificarás tu decisión antes
de que se case con María?
-Para que se lo voy a notificar…
Él la ama y nada más…
Ya Carmen venía con dos tazas de
humeante café. Las dio a los dos y se sentó entre ellos. Cosme saboreó los
sorbos y con cierto disimulo miró hacia donde estaban Ismael y Pepilla.
-Ismael –susurró Pepilla a su
oído- has oído lo mismo que yo?
-No, no he escuchado nada…
Porqué?
Ismael quería ocultar la
desagradable sorpresa que le habían causado las palabras de Cosme. Ella, con
una inusitada alegría en la cara, se levantó de su lado y corrió hacia donde
estaba su madre, que hurgaba con un palo los carbones del brasero. A su oído
habló en silencio.
-Uy Pepilla, hija mía… Tú no
conoces a Cosme… Debe estar borracho… Darte toda su herencia…?
-Despreocupada rió alegremente.
Con el palo rasco la panza de los pescados.
Ismael se había quedado inmóvil.
En su rostro se notaba un gran disgusto, miró a Cosme, éste, disimuladamente
volvió el rostro. Se levantó y fue en busca de Pepilla. La tomó por el brazo.
-Ven Pepilla, mientras sirven la
cena, caminemos un rato… está bella la luna…
Pepilla lo miró azorada.
-Y María Luz… No la invitas?
-No ves que ella se ha
fastidiado… está durmiendo!
Caminaron frente a la casa. Cosme
y el Cura estaban atentos. Ismael habló con voz melosa.
-Pepilla… Esta noche estás
hermosa… no me había fijado antes, tan detenidamente en ti…
Escondidamente trató de tomar su
mano entre las suyas, pero ella asustada, las apartó bruscamente.
-Ismael, tú estás
comprometido con María Luz…!
-Sí, pero ni ella me quiere ni yo
la quiero. Tú me gustas!
-Entonces, porqué te
comprometiste con ella?
-Bueno… tú sabes… Por Cosme…
Siempre me hablaba de ella…
-Pero te casarás con ella…
-Ojalá pudiera romper ese
matrimonio… gustoso me casaría contigo.
-Pero nunca me manifestaste nada.
Siempre demostraste un profundo y verdadero cariño por ella…
-Uf! Pepilla… Muchas veces uno
tiene que actuar contra sus sentimientos… Te repito… Tú eres la que me gusta!
-Yo…
La frase de Pepilla quedó trunca.
Cosme se acercó… Ya había escuchado lo suficiente. Carmen y su mamá Ester
repartieron trozos de pescado y yuca y la cerveza derramó su espuma en la
arena. Todos comieron hasta saciarse. A lo lejos un gallo anunció el amanecer y
un campesino borracho, en las cuerdas de su cuatro, templaba su voz.
---
Aquella noche, Miguel, insomne,
la había pasado en el huerto experimental. Sus dedos nerviosos pulsaban la
cuerda de su guitarra.
-Mañana se irán… Y todo quedará
igual. Volverán los pescadores con sus redes viejas y yo andaré una y mil veces
el mismo camino… Ella se casará con él… Tendrán hijos… Serán felices…
Bajo el rostro. Sus labios
entreabiertos se bebieron las lágrimas de hombre ardiente y enamorado…
Capítulo IX
El viejo Ubaldo sentado a la
orilla de lago, bajo la sombra de los cocoteros, observaba su obra: por encargo
de Miguel, había terminado de arreglar “La Luisa”, pero lo mortificaba una
idea: Porqué ese afán de él por arreglar la vieja canoa donde había perdido la
vida la buena maestra María Cruz? Habló para sí.
-Qué locura de hombre… Esta canoa
debe estar maldita y sin embargo se empecina en ponerla en servicio!
El recuerdo del inolvidable
naufragio le heló la sangre en las venas. Con cara de conformidad se levantó
del suelo. Sacó de chamarro desteñido una pelota de tabaco en rama y la mascó
ávidamente.
Al alejarse por la orilla el
viejo Ubaldo, la armazón de su largo cuerpo se dejaba llevar por el viento y
los harapos que lo cubrían, tremolaban como banderas de serena felicidad. Desde
lo alto del Cerro, Miguel Ángel observaba la labor de Ubaldo y al ver que se
alejaba comprendió que había terminado. Satisfecho observó como en la proa de
la canoa varada en la orilla, se estrellaban las olas, Orlando su casco de
espuma. Tenía en la mano una carta que estrujó nerviosamente.
-Maldito Cura… Sabe que esto me
hace sufrir y sin embargo me lo comunica… qué me importa que ella se case con
otro? La boda se efectuará el veinte, pues bien… la víspera ya estaré lejos… En
la profundidad del mar… Donde debo estar… Con el viento, con Dios, con lo que
no traiciona…
Un poco más sereno agregó:
-Tengo diez días para arreglarlo
todo.
Aquella mañana de diciembre era
brillante y esplendorosa. Las pendas, los caimitos y las resedas, lucían su
follaje. Miguel Ángel revolvía todo en su rancho. Afuera, en la enramada,
estaban sus discípulos. Comentaban entre sí, la extraña resolución de él.
Aquiles, el más sereno y fornido de todos, habló:
-A mí siempre me ha parecido que
este Miguel hace tiempo anda medio loco. Tiene unas vainas muy raras… A usté le
parece… Cuando ya estamos encarrilaos… Cuando ya tenemos los granos para la
consignación, ocurrírsele que va a viajar… A lo mejor es que ni él mismo sabe
pa’ onde va…
Agregó otro:
-Yo creo que habiendo nosotros
empleao nuestro tiempo en aprender lo que nos enseña y lo que es más importante…
Nuestros cobritos que hemos metió en la cooperativa agrícola… Tenemos derecho
pa’ detenelo… si se nos va? Qué será de toda esta lavativa… porque en eso de la
agricultura, nosotros estamos como muchacho recién pario…
Habló de nuevo Aquiles:
-Entonces, carajo, porqué dejamos
que se nos vaya… Tenemos que detenelo…
Con gesto enérgico golpeó la mesa
rústica y se levantó del taburete. Se dirigió a la habitación de Miguel. Los
otros lo siguieron. Golpearon fuertemente en la puerta.
-Qué ocurre?
Miguel abrió la puerta. Cierto
disgusto se notaba en su rostro.
-Qué les pasa a ustedes?
Ante la inquietante mirada de
Miguel, todos se recogieron de nuevo en su habitual sencillez, pero Aquiles,
eufórico aún, dijo con energía:
-Aquí va a pasar una vaina muy
seria Miguel y nosotros…
-Si… ya sé de qué se trata…
Se sentó en una banqueta y
encendió un cigarrillo que aspiró varias veces nerviosamente. Aparentando
serenidad les dijo:
-Alguno de los aquí presentes
puede resolver mi problema como yo he resuelto los de ustedes? … vamos… Quién
puede?
Se levantó. Con una mirada de
comprensión se dirigió a todos.
-Es lógico que ustedes piensen que
yo únicamente puedo enseñarlos, que sólo por mí hay cosechas, que a mi pericia
se debe la buena venta de los frutos, pero… A mí quién me ha enseñado todo eso…
Nadie… Los maestros que ustedes también pueden buscar… los libros! O es que
creen que yo estudié en alguna escuela técnica… No… Soy igual a ustedes, tengo
el mismo humilde origen, la misma inteligencia quizá…
Aspiró nuevamente el cigarro y
habló un poco más sereno.
-Con mí gran voluntad he hecho
todas las cosas… Ustedes pueden hacer lo mismo… Qué más quieren entonces de mí?
Aquiles contestó apesadumbrado:
-Que no nos abandones, Miguel…
Agregó el viejo Ubaldo:
-Lo que dices es cierto, Miguel,
pero nos hará falta tu apoyo moral, tus sabias indicaciones –agregó
filosóficamente- una canoa puede ser muy buena, estar muy bien equipada, pero a
falta de un buen timonel puede naufragar… Y lo que es más importante, nuestros
cobritos… Que con tanto trabajo hemos reunido, se nos volverán sal y agua… Qué
nos haremos nosotros sin saber qué hacer con la cooperativa?
-Sí… sí… sí es verdad…
Agregaron otros. Miguel se paró
ante la ventana que daba al jagüey. Las recientes lluvias lo habían desbordado…
En el centro los patitos de agua picoteaban los trocitos de limo y el hermoso
araguaney, bañaba su sombra en el agua barrosa. El recuerdo de María Luz
invadió su pensamiento. Su mirada se
volvió ausente. Habló en voz baja.
-Se casará el veinte… y todo
habrá terminado…
Como sonámbulo entró en su cuarto, tomó la guitarra que
colgaba en la pared y sobre ella, con furia, descargó todo su dolor! Los
hombres lo habían seguido y absortos lo miraban. Aquiles habló con tono airado:
-Qué cosas te ocurren Miguel…? Hace
tiempo que tus locuras nos tienen envainados a todos.
Miguel, con ademán altanero
camino hasta el centro de la enramada, miró a los hombres con ojos febriles,
les habló suplicante:
-Es que no tengo ni el derecho a
morir?
Todos se miraron con asombro. Aquiles
con un hondo suspiro abotonó su chamarro. Con su mano callosa y ancha se
acarició el mentón. Miro sus compañeros. Aliviado, les habló:
-Qué podemos hacer… Está
enamorado el hombre!
---
Después de la discusión de Miguel
y sus hombres, transcurrió en el huerto experimental una semana de febril
agitación. Con mucho tino, Miguel impuso a cada uno su responsabilidad. Aquiles,
que consideraba el más inteligente, fue designado director del grupo. Les
entregó los libros de agricultura y los implementos de labranza. Le hizo saber
su deseo de dedicar, en caso de que él faltara, su vieja casona para local
permanente de la escuelita rural. Con Lucina, “La Cabrita”, habló muy
especialmente.
-Lucina, quiero que te encargues
de mantener mi hato, en el mismo estado en que yo lo he tenido siempre y aunque se
destine para local de la escuela, por mi voluntad, tú serás la encargada de su
orden y limpieza…
-Pero Miguel, -pestañeo
repetidamente- cómo creéis que voy a meteme a cuidar un rancho que primero lo habéis
dedicado pa’ otra cosa. Si no le caigo bien a la maestra, me botará como a una
perra…
-No te botarán como una perra… Es
mi voluntad! Además, si haces bien las cosas, si limpias, mantienes el orden,
cuidas las flores, en fin, colaboras en el mantenimiento de todo esto, en vez
de botarte te lo agradecerán… Te botarán cuando bebas aguardiente.
-Estáis equivocao, Miguel, yo,
entre esta gente huelo a chivo… No veis que soy pobre? A mí no me querrá la
maestra ni que deje de beber caña.
-Y quién es rico en La Rosita? Todos
somos pobres, todos bregamos, unos con menos vicios, otros con más virtudes,
pero todos luchamos igual por la subsistencia.
-Bueno, vos siempre convencéis.
Tenéis una palabrita especial pa’ cada cosa… acepto y me siento muy honrada por
tu “descogencia”…
Lucina miró a Miguel con profunda
satisfacción. Una sonrisa de orgullo embelleció su rostro marchito.
Capítulo X
Era veinte de diciembre y según
lo que le comunicó el Cura a Miguel Ángel, en su carta, ese día contraería
María Luz, matrimonio con Ismael. Miguel estaba deprimido. Desde hacía días no
afeitaba su barba. Echado con indolencia en una hamaca colgada en la enramada
de su hato, dejaba vagar sus pensamientos. El viejo reloj sonó las nueve de la
mañana.
-A esta hora María Luz estará
uniendo su vida a la de Ismael…
Dominado por su extraño delirio,
llamó con voz desesperada.
-Aquiles… Aquiles! Tráeme mi
mula… debo salir enseguida…
Lucina acudió solícita.
-Aquiles no está, Miguel, muy
temprano se ha ido, pero te dejó todo preparado para tu partida… Dijo que no
quería verte ir.
Miguel no escuchaba. Como un
sonámbulo camino hasta la mata de guácimo donde estaba el animal, montó en
ella, espoleó sus ancas y partió como un paria adolorido. Lucina corrió tras
él, al llegar al portón de la huerta no pudo seguir. La ahogaba la angustia y
la ansiedad. Un terrible presentimiento se apoderó de ella. Todo su cuerpo
temblaba como cervatillo asustado. Lloraba desconsoladamente.
-Miguel… Miguel… Te vas así sin
decir adónde … sin afeitarte, sucio… Pobre Miguel.
Siguió llorando.
En Maracaibo, horas antes del
matrimonio, Cosme había sostenido con su sobrina una interesante conversación:
-María Luz, todavía estás a
tiempo… si no lo amas, no estás obligada a casarte con él!
-Pero tío Cosme, desde hace una
semana me martirizas con el mismo tema. Ya tengo casi un año comprometida con
Ismael, todo mundo sabe que hoy nos casaremos, además, como voy a dejarlo
plantado si él me ama?
-Estás segura?
-En amor una nunca está segura de
nada tío Cosme… Se hacen las cosas porque hay que hacerlas.
-Te equivocas, sobrina mía… El
amor verdadero es lo más sublime… Son las lágrimas en los ojos, la angustia en
el corazón, la rabia en el ánimo, la incertidumbre ante la acción, el deseo de
querer olvidar sin poder lograrlo… en fin, todo eso que llevamos metido muy
adentro en el alma, que se revela ante nuestra voluntad o razonamiento.
Agregó:
-Cuando se hacen las cosas porque
hay que hacerlas, querida mía… Allí no hay amor!
-Entonces, tío Cosme… Yo no he
amado nunca!
-Y a Miguel, no lo amaste
entonces?
Una súbita expresión de rabia
asomó en el rostro de María Luz.
-Miguel? Si hubieras visto la
manera desvergonzada en que me confundió con la ociosa maestra! No viste que ni
siquiera volvió al rancho la noche que
pasamos en La Rosita? Debe quererla a ella!
Cortó sus palabras. Un hondo
suspiro se escapo de su pecho. Cosme habló.
-Me ha dicho mi amigo el Cura,
que esa noche Miguel Ángel le dijo…
María Luz interrumpió sus
palabras.
-Calle, tío Cosme. No quiero
escuchar las mentiras de Miguel… Cómo susurraba en su oído en la puerta de la
casita escolar… ¡
Dio media vuelta, entró en su
cuarto que cerró de un portazo. Cosme le gritó a través de la puerta:
-Se trata de tu felicidad… Por
ella doy todo lo que tengo… Qué importa que se hayan repartido invitaciones y
que todos esperen en la Iglesia?
Agregó golpeando la puerta
fuertemente con sus puños.
-Si no lo amas, no te cases con
él… Te lo pido por tu madre!
Cosme escuchó el llanto de ella.
Desde dentro le gritó con grosería:
-Sí… me caso con él! Aunque tú no
lo quieras… Aunque no lo quiera el canalla de Miguel Ángel…
Siguió llorando convulsamente.
Cosme continuó desafiante:
-Él supo de tus amores con
Miguel, sabe que lo amas todavía… Sin embargo se casa contigo… No lo hará por
tu dinero?
María Luz contestó con voz
histérica:
-Aunque lo haga por dinero… Es
con él que me caso…
Cosme contestó resignado:
-Sea, María Luz, como tú lo
dispones!
Ella siguió llorando
desconsoladamente.
---
La Iglesia de San Juan de Dios
estaba de fiesta. Las naves laterales repletas de invitados. Habíase dado cita
lo más granado de la sociedad maracaibera. Todos lucían sus mejores galas. Esa
mañana, Ismael Ortín y Fernández, pobre, pero de linajuda familia, uniría su
destino al de María Luz Romero Urdaneta, hermosa heredera del conocido ricachón
Cosme Romero. En el coro, las notas sonoras del órgano ponían en el ambiente la
dulzura de un Ave María. La fragancia de las damas se mezclaba al místico olor
del incienso. María Luz, del brazo de su tío, hizo la entrada en el templo. La
pálida belleza de su rostro, parecía una azucena entre la blanca espuma de las
gasas. En el Altar, rigurosamente vestido, la esperaba Ismael. Lucia radiante.
Con ojos complacientes, lleno de vanidad y orgullo, veía acercarse la hermosa,
que le había arrebatado al hombre más macho de La Rosita del Moján…! En el
silencio del templo se escucho la voz grave del sacerdote. Con tono de
mansedumbre que imitaba al Nazareno, habló a los contrayentes de sus deberes y
obligaciones. Disponiéndose a bendecir la unión, pregunto con voz sonora:
-Ismael Ortín y Fernández,
aceptáis por esposa y compañera a María Luz Romero Urdaneta?
Ismael miró a su novia. Una
terrible expresión en sus ojos le causo inquietud. Contestó:
-Sí la acepto…
El Cura se dirigió a María Luz.
María Luz Romero Urdaneta,
aceptáis por esposo as Ismael Ortín y Fernández?
María Luz levanto los ojos y
detenidamente miró al sacerdote, luego su mirada busco el rostro de su tío. Lo vio
pálido, con la cara inclinada, le vio rodar el llanto por sus mejillas. Cosme
midió el silencio de su sobrina, una extraña sensación de terror y alegría lo
invadió todo. Miró a María Luz. Sus ojos se encontraron. Un pensamiento de
inteligencia se cruzó entre ellos… Ella sin proferir palabra alguna, dio media
vuelta, tomó la cola de su vestido entre sus manos y corrió a todo lo largo del
Templo.
---
En el portón del hato de Miguel,
María Luz detuvo la marcha de su carro. Bajo los efectos de una angustiosa
emoción, corrió hacia adentro. Llamó desesperadamente.
-Miguel…, Miguel…, ven… no me
caso… es a ti a quien amo…
Nadie le contestó. Se tiró en la
hamaca. Desconsoladamente descargo su amargura. Lucina salió de la cocina.
Sorprendida, se acerco a María.
-Señorita María Luz…!
La sorpresa paralizo su boca momentáneamente.
-Pero qué ha pasado… Y el novio…
Hoy se casaba usted…
María Luz movió negativamente la
cabeza. Asombrada exclamó Lucina.
-Dios mío…! Y lo peor es que
Miguel Ángel también se ha ido… No se sabe adónde –sollozaba- se ha matado tal
vez…!
-No… no… tú mientes Lucina… No es
posible que me quede sin él. Vamos… Vamos a buscarlo…!
Arrastró a Lucina hacia el carro.
Fueron Hacia la playa. Allí estaban
reunidos todos los discípulos de Miguel. Al ver a María Luz en aquel traje, se
imaginaron lo que había pasado. El viejo Ubaldo, que sentado sobre un tronco
mascaba chimó, escupió y con satisfacción exclamó gozoso:
-Yo sabía que María a quien amaba
era a Miguel… y lo ama todavía…
Ninguno de ellos se movió ni dijo
nada. Estaban acostumbrados a la inmovilidad cuando no sembraba o pescaban.
Eran hombres silenciosos. Se quedaron observando las dos mujeres. Lucina, con
fuerza hombruna empujó hacía el agua un pequeño cayuco, dándole una palanca,
metió en el a María Luz.
-Ves aquella canoa…? Es La Luisa…
Si Miguel no se ha ahogado aún allí lo encontrarás… Sopla norte… Rema con
fuerza…
Los hombres se acercaron a la
orilla, con voz emocionada ella les dijo:
-Muchachos... por si acaso a ella
le pasa algo… vayan ustedes en otra canoa… a cierta distancia, que ella no los
vea.
Dió unas palmadas en la espalda a
Ramón, el más fornido y saludable:
-Tu nadas bien… puedes ayudarla
si algo ocurre…
Lucina, satisfecha, regresó al
hato de Miguel. Estaba nerviosa. Rezaba alguna oración. Pasado un corto rato
llegaron los hombres. Estaban contentos. Ella se llenó de esperanzas.
-Qué paso?
Les preguntó con ansiedad.
-Que va a pasar, mujer… que se
encontraron. Él la reconoció a lo lejos, se tiró al agua y la recibió en sus
brazos… Le arrancó los trapos esos blancos que tenía puestos y nadaron juntos
hasta la embarcación… Al rato izaron las velas y La Luisa tomó rumbo hacia el
norte… Hacia la felicidad… Hacia el amor…
-Hacia Toas…!
Recalcó el viejo Ubaldo. Todos
escucharon entusiasmados. Lucina, con el sucio trapo que hacía de delantal,
enjugo sus lágrimas.
-Bien muchachos, que les parece
si festejamos nosotros el matrimonio de Miguel y María Luz con un buen almuerzo
y una sabrosa parranda…?
-Muy bien!
Dijo Ubaldo sin dejar de mascar.
-Pero sin caña eh…?
Todos rieron a carcajadas y el
rostro de Lucina, por primera vez en su vida, se lleno de rubor!
Fin
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